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Remembranzas gastronómicas

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Remembranzas gastronómicas
Empanadas chilenas.

País de poetas golosos. Sólo hay que ver el desbordamiento lírico en odas dionisíacas del vate Neruda -encebollado, fascinado por el ajo, el tomate y el pan, delirante ante el caldillo de congrio, chupando tinto con delectación etílica y por qué no, poética, en interminables jornadas entre amigos. El quehacer de su contrario eterno, el inmenso rudo Pablo, el de Rokha pétreo y macilento, en su recorrido memorial por las comidas y bebidas de la loca geografía de ese largo filete de congrio acordonado entre el macizo cordillerano de Los Andes y la inmensidad oceánica del Pacífico. Fuente nutricia maravillosa de pescados y mariscos. Propiciador de caletas discretas donde descansan los locos, asientan las machas y el erizo, aposenta su regazo plácido el amor. Del faenar de los labriegos del mar que llegan a puerto con su cosecha temeraria. Los que al igual que los marineros, "una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar".

Ese Chile conocí, desde un domingo nublado, al despuntar el mes de marzo del 1966, cuando el reloj de las estaciones todavía marca el verano en el Cono Sur, donde el cielo, por si alguien no lo sabe -como dice el tango "Vuelvo al Sur" de Pino Solanas y Astor Piazzolla, en voz del "Polaco" Goyeneche- está al revés. Un Santiago gris me recibió en el aeródromo de Cerrillos, al pie de la escalerilla mi compañero barrial Fillo Nadal, el venezolano Pedro Coa y la hermosa Lucky, una rubia fabulosa asimilada de la FACH, quien viabilizó pase VIP a un simple estudiante universitario expulsado por la vorágine de su media ínsula intervenida. En raudo movimiento, enrumbamos desde la periferia hacia el centro de la urbe, acunada en un valle con perenne telón de fondo cordillerano. En Plaza Bulnes, frente a La Moneda, me esperaba el corazón hospitalario del chileno y de sus mujeres, por supuesto.

No sólo se expresó ese día en el descorche de generoso tinto en botellas, garrafas y garrafones -que competía con los litros de ron Brugal Añejo y el etiqueta roja de Johnny Walker que había llevado-, sino también en suculentas empanadas horneadas preñadas de pino -carne en cuadritos guisada, abundante cebolla, ajo, aceitunas negras, ajíes, pasas, comino, orégano, pimienta, huevo duro- servidas como pasa palos. Un jugoso estofado de gallina con vegetales y especias al vino blanco hecho por la Lucky, acompañado de arroz graneado preparado por Pedro Coa, y ensalada de tomates, cebollas y porotitos verdes bien aliñada, aporte de la Lilly, coronó el convite. Y claro, todo salpicado con mucho cariño querendón: "Y verás cómo quieren en Chile/ al amigo cuando es forastero". Reza justiciera la tonada "Si vas para Chile", que conocí en las voces acopladas de los Huasos Quincheros.

Mi bautismo dominical presagió las gratificaciones inmerecidas que seguirían durante cinco años. Yo era sólo un joven agentado, ávido de mundos en esa tierra de poetas, políticos civilizados y hembras acogedoras. Mineral, frutal, vitivinícola, marinera. Poblada por etnias originarias, criollos e inmigrantes europeos de múltiples culturas. "¿Y por qué escogió Chile?" -me preguntaban intrigados. "Si estamos en la cola del planeta, con la cordillera de un lado y el Pacífico del otro. ¿Por qué no prefirió Estados Unidos o mejor Europa?" Y yo sonreía, dejando la respuesta en puntos suspensivos. Que se traducían en invitaciones a comer en el hogar de los Urrutia, Villegas, Donoso, Coloane, Lavín, Mendoza, Muñoz, Schermann, Bloom, que me adentraron en la culinaria familiar chilena. Destacando la Lilly, una nodriza que armaba asados, ponches de frutilla y duraznos, incursiones tempraneras para comer almejas frescas en el Mercado del Mapocho. Que hacía pucheros, ricas guatitas a la jardinera, sopaipillas -torticas fritas de harina y ahuyama- en días invernales de lluvia, pasteles de choclo. Y nos tejía, amorosa, regios pullovers de lana.

Una ubicación residencial céntrica, la ausencia de ataduras familiares y el siempre favorable tipo de cambio, permitieron que aventurara a mis anchas por las "picadas" más sabrosas de la gastronomía santiaguina. Frente a mi edificio en Plaza Bulnes, un boliche con pollo rostizado y papas francesas. En Alameda ofertas de todo tipo. Desde el célebre Il Bosco, rincón de la bohemia, abierto las 24 horas, con su gama de sándwiches como el Barros Luco, platos combinados de mar y tierra. Pasando por el exclusivo Club Unión, restaurantes varios que sacaban en pizarras sobre la calzada los platos del día: sopa de menestras, corvina horneada, churrasco a la parrilla, riñones al jerez, ensalada de porotos verdes, postre y café. A pasos de la Biblioteca Nacional, la Pizzería Da Dino esperaba con la mejor opción de pizza de pastoso queso, tomate, aceituna negra, pimienta y albahaca. Al lado del Cinerama, frente al Cerro Santa Lucía, una exquisita pastelería alemana con la tarta mil hojas rellena de manjar.

Antes de llegar a Vicuña MacKenna, la Fuente de Soda Alemana. Un palacio popular con sándwiches de lomito de cerdo completos (con todas las salsas e ingredientes adicionales), salchichas de todos los calibres para degustar con cerveza de barrica. En el comedor más formal en la segunda planta, se podía compartir unos lomos de cerdo asados, con ensalada rusa, chucrut y pan integral, mayonesa y mostaza caseros, como lo hacía un grupo de estudiantes caribeños que sesionaba los viernes en casa de Cholo Brenes. A pocas cuadras de allí, en Merced, al lado del Teatro de la Comedia en las inmediaciones del Parque Forestal, abría sus puertas risueñas el Bierstube, una barra alemana más exclusiva y festiva, a la que solía acudir con la Ivette a tomar shots cerveceros y comer frikadellen (albondigón esponjoso con mucho perejil y mejorana frescos, cebolla y pimienta) con ensaladilla rusa y pan centeno.

Entrando por Ahumada -hoy convertida en paseo peatonal- el Café Naturista presentaba dos mesones enfrentados en los laterales, en los cuales se podía beber sanamente: zumos de naranja, zanahoria, manzana, uva, durazno, damasco, fresa, cereza, ciruela, mora, frambuesa, sandía, guineo. Apurar canapés de quesillo, huevo, paté. Pasar al salón de té y aprovechar estas frutas en macedonia con bolas de helados. Frente, el Café Haití, con unos expresos y frappés fabulosos, servidos por las más bellas piernas chilenas en coquetas mini con delantal. Al doblar, Domino's despachaba unas vienesas completas tan deliciosas como para chuparse los dedos. El Rápido, en Bandera, con sus empanadas fritas de queso y pino, garzas de cerveza y vasos de blanco y tinto. Con un pebre para mojar la pasta.

Más al fondo, la rotisería El Chez Henry, en el Portal Fernández Concha frente a Plaza de Armas, tenía unas empanadas doradas de primera, platos de mariscos y carnes, así como otras exquisiteces. En una fiambrería en el mismo Portal se conseguía un queso mantecoso divino, pan chocoso de cáscara crocante, jamón planchado, mortadela, chorizos y otras fiambres. Uno de mis destinos favoritos para tomar la once -con varios locales en el centro- era el Café Paula. Sándwiches fríos de jamón y queso, huevos revueltos esponjosos, paté, ensaladilla de pollo. Batidas y helados de frutilla y chirimoya. Macedonias excelentes. Buen chocolate caliente. Mi preferido, en el entorno del Teatro Municipal.

Para cosas más serias, en McIver se hallaba el Club Peruano -uno de dos que operaban entonces en Santiago- donde acudía semanalmente a disfrutar de una de las culinarias más interesantes que conocí hace casi medio siglo y que hoy ha conquistado el paladar de los chilenos. Ceviche de corvina, seco de pollo, papas y huevos a la huancaína, caucau (de mondongo), chupe de mariscos, anticucho (trozos de corazón de res marinados bien picantes, ensartados en pinchos de fierro con lonjas de cebolla y ajíes, hechos al carbón). Cerca, en Huérfanos, El Pollo al Cognac, un lugar sin pretensiones cocinaba a fuego lento una suculenta ave, presentada con el caldo borracho aparte, y pan amasao recién salido del horno. En El Candil, Merced próximo al Cerro Santa Lucía, su chef italiano horneaba unos cabritos tiernos de película. Que con un buen tinto macho, asimilábamos Fillo Nadal, Arístides Victoria, Jesús Herasme, Freddy Santana y yo, acompañado de ensalada de tomate, cebolla y papas fritas.

Otras picadas saciaban nuestra curiosidad. El Tronco, en las inmediaciones de La Moneda, nos acostumbró al filete tártaro con cebolla picada en cuadritos, limón, aceite de oliva y pimienta negra. El popular Chancho con Chaleco, nos introdujo a las delicias del pernil bien adobado, picante hasta donde ya se sabe, neutralizado con papas salcochadas. El Club Árabe de Bellavista, tras cruzar el río Mapocho y pasar la Escuela de Derecho de la U. de Chile, en pleno territorio nerudiano por la cercanía de La Chascona, nos recibía los viernes sociales en tenida de quipes, humus, tajine, hojas de parra y repollos rellenos, tipile, y sheek kebab. Y una amplia gama de pasteles dulces.

En romerías universitarias, el Club Democrático de Irarrázaval nos fecundaba con proletarios porotos guisados con tallarines, pan y vino litreao de la casa. Las Lanzas, en el reino revoltoso del Instituto Pedagógico en Macul, brindaba los platos que profesores y estudiantes podían engullir, complementando así a la Cafetería Universitaria. El Chalet Suizo era la picada perfecta para beber garzas cerveceras, saborear nutritivas empanadas fritas y enamorar algún proyecto de ternura en el ocaso de la jornada en Macul. Cuando se amaba con los Beatles y Michelle, Leo Favio y "Fuiste mía un verano", Serrat y su "Penélope". Y Víctor Jara nos decía, muy quedo: "Te recuerdo Amanda/la calle mojada/corriendo a la fábrica/donde trabajaba Manuel./La sonrisa ancha/la lluvia en el pelo/no importaba nada/ibas a encontrarte con él".

Entonces soñábamos con un mundo mejor, entre los pliegues del amor juvenil, con repique de bombos, guitarreo, lagrimear de charango y quena. A veces en la Peña de los Parra. En el Cajón del Maipo. En Lo Barnechea. O en Reñaca, frente al mar.