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Rostros y voces de la tragedia

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Rostros y voces de la tragedia

Me adelantaba a las temperaturas endiabladas de la canícula madrileña con el paseo tempranero por el parque El Retiro, cuando casi me doy de bruces con uno de los paneles en los que se desplegaban decenas de fotos con escenas estremecedoras del drama de los miles de refugiados en su peregrinaje hacia la vieja Europa. El Instituto Francés de España patrocinaba Caminos del Exilio, “un himno a la vida dedicado a todas las víctimas de la crisis siria, a todos los que fallecieron, a todos los heridos, a todos los que tuvieron que huir”.

Las fotografías, de impecable factura estética y periodismo impactante, recogían un largo catálogo de dolor profundo, de congojas amalgamadas con desesperanza, de mar inclemente ante la incomprensión aneja a edades niñas. Familias deshechas, trenes abarrotados de miseria humana, alambradas que laceran el alma, playas donde se plañe la derrota, fronteras clausuradas para aquellas multitudes de infelices mas abiertas a la discriminación. La mayor crueldad, sin embargo, no estaba retratada allí porque al lente le resulta imposible captarla. Faltaban fotos de aquellos despachos bien acondicionados y de sus ocupantes, donde se tomaron las decisiones torpes que han desestabilizado al Oriente Medio, castigado por un huracán de violencia feroz que no da señales de abatimiento. Varios días de bombardeos causan más víctimas que todo el recorrido bélico de Alejandro el Magno. Las tropelías del Estado Islámico (EI) carecen de parangón en los anales del lugar de incubación, piedra cardinal en la historia del mundo civilizado. Y pensar que el guerrero macedonio llevaba filósofos en su cohorte para un diálogo de altura con la elite intelectual de los pueblos a los que sometía con la menor fuerza posible.

La intención de la muestra era ponerles rostros a las cifras; a las noticias, despojarlas de esa neutralidad fría que transmite el relato simple de lo que ocurre en esas geografías milenarias y en las que el sufrimiento se prolonga sin final a la vista. Números escandalosos, sí: centenares de miles de muertos, entre cinco y seis millones de refugiados; es decir, casi la tercera parte del total de habitantes de Siria. “Se trata de poner el foco en la vida, de plasmar la humanidad de aquéllos que se comportan como nosotros lo haríamos si fuésemos ellos, exactamente igual que nuestros antepasados tuvieron que hacer en su día, no tan lejano, en los momentos más sombríos de la historia de Europa, en particular en España y en Francia”. La supervivencia es una ley que aplica por igual a europeos y asiáticos, dominicanos y haitianos, sudaneses y mexicanos.

De los cinco fotorreporteros expositores, destaca el trabajo de Giorgios Moutafis. No aventaja en calidad, pero desde el 2008, con persistencia envidiable, ha documentado el éxodo de afganos, paquistaníes, kurdos, iraníes e iraquíes, quienes desde Grecia intentaban colarse en Europa por vía de Italia. A partir del 2015, se desata el tsunami de exiliados sirios, esta vez a través de la ruta de los Balcanes. Con su lente, el periodista ateniense ha querido homenajear a los miles de desaparecidos “en los caminos mortales del exilio”. Fotos dramáticas de las que me apropié con el móvil y que repaso en medio de escalofríos. Como la del padre que se atreve con las olas embravecidas, pequeñín tomado de una mano al que ha dado el único chaleco salvavidas disponible. O la imagen en blanco y negro de otro padre en el anochecer de desolación con luz aún suficiente para destacar el rostro compungido, lloroso, mientras se aferra al hijo envuelto en una frazada y del que no sabemos sexo ni edad. Tampoco hace falta, porque el cansancio reflejado en la faz más la fuerza del amor filial explícita en el abrazo desesperado proyectan una carga estremecedora de humanidad, de sacrificio sin límite, de resolución, de desafío con tal de preservar aquella vida frágil que ha escapado de una violencia para ingresar en otra quizás peor, porque no es ciega como aquella.

La secuela a ese relato fotográfico de humanidad y tragedia, de dolor y esperanza con el que tropecé al azar en la mañana madrileña la experimenté hace unos días, en la voz de Nadia Murad Basee Taha, expresión viva de una etnia de la que solo había leído párrafos perdidos en el torrente noticioso de los horrores del EI. En el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas y en presencia de Ban Ki-moon y una constelación mundial de figuras políticas, esta joven azerí de apenas una veintena de años narró su escalofriante historia personal que comprende el papel de esclava sexual del EI.

Diez y nueve años, 2014, en una aldea de apenas 1700 habitantes en el norte iraquí. Llegaron las tropas del EI, separaron a mujeres y hombres, mataron a seis de sus doce hermanos, a su madre y 80 mujeres más porque eran ya demasiado viejas para servir de concubinas forzosas. Fue subastada, violada, golpeada, vejada, torturada. Escapó y, recapturada, condenada a la violación colectiva hasta desfallecer. Huyó nuevamente y encontró albergue junto a millón y medio de desplazados más en un campo de refugiados en Kurdistán. Luego, la ruta balcánica y finalmente Alemania y tratamiento sicológico. Hoy es la voz azerí que clama en el desierto de la comunidad internacional para que intervenga y ponga fin al genocidio contra su pueblo, perseguido sin tregua por el fanatismo islámico bajo la acusación de “adoradores del diablo”. La minoría de origen kurda, continuadora de tradiciones religiosas persas que anteceden al islam, suma apenas unos cuantos centenares de miles, pero sus mujeres pueblan mayoritariamente el listado infame de esclavas sexuales en el territorio del EI.

Habló en persa y debí conformarme con la interpretación simultánea, convencido de que perdía la emoción del verbo, el matiz vigoroso de la palabra denuncia, el calor humano de la voz atormentada. Todas esas sensaciones me llegaron de golpe cuando vi que Nadia, arropada su delgada figura por un vestido negro luto y el pelo azabache recorriéndola por el frente hasta la cintura, apenas lograba reprimir las lágrimas, que aquel rostro joven endurecido por el sufrimiento desvelaba una vez más el horror de la familia perdida, las tradiciones milenarias de su pueblo aplastadas, el futuro para siempre maltrecho por un pasado irremediablemente tormentoso. Le habían robado la libertad, también los sueños.

La Asamblea General escuchó en silencio cuando Nadia disparó que no vivía allí el momento más feliz de su vida, pese a que estaba dirigiéndose a connotados jefes de Estado en el recinto solemne donde se debaten los grandes problemas mundiales. Sus momentos de mayor felicidad fueron el cultivo de la tierra familiar junto a la madre y los pícnics batidos por el aire fresco de las montañas cercanas a la aldea de la juventud arrebatada. Felicidad imposible de reproducir, y he ahí el resumen del avatar de Murad y de los suyos. Y de los miles de refugiados cuyos rostros jamás recogerán las cámaras de los fotorreporteros que expusieron en El Retiro.

La joven azerí rehace su vida, o lo que queda de ella, en Alemania. Su humanidad rota es un poderoso mensaje en un mundo con callos en el alma. Temo que la instrumentalicen. Al día siguiente, volvía yo a mi hotel desde la ONU y George Clooney y su mujer, activista internacional de los derechos humanos, caminaban cerca. Amal Clooney se unía poco después a Nadia en otra actividad en las Naciones Unidas.

adecarod@aol.com

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