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Sabuesos tras el hueso

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Sabuesos tras el hueso
Uncle Sam Rastrea con su Lupa. (FUENTE EXTERNA)

Con la liquidación de Trujillo y el inicio de la transición (binomios Ramfis-Balaguer, Echavarría-Balaguer, y Consejo de Estado presidido por Balaguer y luego por Bonnelly), los exiliados dominicanos emprenderían su retorno a suelo patrio. Los tres comisionados del PRD, Miolán, Silfa y Castillo, marcaron la pauta con su arribo al país el 5 de julio del 61, recibidos en el aeropuerto por el historiador Emilio Rodríguez Demorizi a la sazón Secretario de Educación, y mediante la apertura de su local frente al Parque Colón -un incentivo a la salida pública de Unión Cívica Nacional y la Agrupación Política 14 de Junio. El 20 de octubre, en medio de una revuelta estudiantil acantonada en la calle Espaillat, brutalmente reprimida por la policía, regresó Juan Bosch, líder del PRD, para residir en la Polvorín, a pocos pasos de la escena en cuestión y del corazón volcánico de la transición que sería El Conde.

Exiliados de todos los pelajes guiados por variados ismos en boga prepararon raudos sus maletas para tomar acción en la contienda política dominicana. Fue época en que en cada equipaje viajaba virtual un proyecto de partido o agrupación. Los miembros del Partido Socialista Popular, cuya dirección central se hallaba en La Habana, así como otros exiliados simpatizantes de la revolución cubana y con ideas de izquierda, trataron por igual de no quedarse rezagados buscando la manera de ingresar al territorio nacional. Pero los servicios de inteligencia de EEUU, alertados de este movimiento y temerosos de la propagación del “comunismo o el castrismo” en la República Dominicana (ya con una Cuba era más que suficiente, pensaban), habían elaborado listas de “elementos peligrosos”, cuyo retorno debía ser vedado. Diseminadas entre líneas aéreas, aeropuertos, puertos y autoridades de inmigración. Y claro, a mano de los encargados locales de aplicar dichos controles.

Resulta curioso, al contrastar hoy los nombres de esos dominicanos afectados entonces en el ejercicio de sus derechos civiles –que los llevó a plantearse que se vivía bajo un nuevo Trujillato sin Trujillo, en este caso selectivo-, cuán “peligrosos” resultaron ser, a la luz de sus hojas de vida efectivas. En su Memorias, Tulio H. Arvelo narra con gracia las vicisitudes que pasó para poder reinsertarse en la sociedad que lo había visto nacer, formarse como doctor en derecho y destacarse como deportista y profesor apreciado de la Escuela Normal de Varones de Ciudad Trujillo, tras su exilio de 15 años.

Aún siendo residente legal en los Estados Unidos –donde laboró duro por largos años y formó familia-, su nombre permaneció en la lista de los proscritos que debían eternizarse errantes en el exilio. Junto a los de ciudadanos como Francisco Henríquez Vásquez (Chito), Vinicio y Rafael Calventi Gaviño, Marcio Mejía Ricart, Hugo Tolentino Dipp, José Espaillat, Fausto Martínez, José Ricardo Feris Iglesias, Máximo López Molina, Juan y Félix Servio Ducoudray, Dato Pagán Perdomo, Pedro Mir Valentín, entre otros.

Cuenta Arvelo que el PSP había decidido su regreso desde Cuba vía Jamaica y el 16 de diciembre del 61 tomó vuelo hacia Kingston. Allí se enteró por otros dominicanos que se hallaban varados, de las medidas restrictivas vigentes. Quiso constatar la especie y se apersonó a las oficinas de Pan American para comprar boleto de viaje, negándosele la venta. De regreso a la pensión donde se alojaba -al igual que Juanchi López Molina, hermano menor de Máximo, fundador del MPD en La Habana-, su dueña, una atractiva jamaiquina le prometió hacerle diligencias con la línea aérea, las cuales resultaron positivas. Con indicaciones precisas para que volviera a solicitar el ticket aéreo pero sólo ante una empleada cuyo perfil previamente ofreció, ambos exiliados lograron embarcarse el 24 de diciembre rumbo a Santo Domingo. Entusiasmados, hicieron el viaje avizorando la tierra querida. Grande fue el contraste que hallaron en el aeropuerto. Familiares y amigos que los esperaban, los ovacionaban, mientras las autoridades de inmigración ponían cara de poco amigo.

“Nos detuvieron y nos llevaron al Palacio de la Policía Nacional en donde fuimos tratados con gentileza... No nos llevaron a las tristemente célebres mazmorras de los tiempos de la tiranía. Nos recluyeron en un amplio salón en el que había varias camas, algunas ocupadas por otros tres antitrujillistas que nos habían precedido e incluidos en el mismo expediente. El nombre de uno de ellos ha escapado a mi memoria, los otros dos era Baldemiro Castro y Matico Erickson. El primero, un valiente y progresista líder obrero que moriría durante la Guerra de Abril de 1965 en San Francisco de Macorís en el fallido intento por llevar la rebelión a aquella ciudad; el segundo, perteneciente a una familia de esforzados antitrujillistas que cuenta con varios mártires en la lucha por la libertad.

“Al día siguiente... recibimos la visita del teniente José de Jesús Morillo López. Nos dijo que estaba encargado de hacer las diligencias para nuestra deportación... Fue nuestro primer y último contacto con elemento oficial alguno... La forma caballerosa del teniente Morillo nos dio pie para que le hiciéramos algunas preguntas que contestó... Nos enteramos que no éramos los primeros y que de seguro no seríamos los últimos a quienes se aplicaría la Ley de Emergencia, que nuestra deportación sería hacia la isla inglesa de Trinidad, que a cada uno se nos suministraría una cantidad de dinero suficiente para los primeros días de extrañamiento.”

Tres días permanecerían en la PN, antes de ser trasladados al aeropuerto por Morillo López y otro militar, quienes les entregaron sus documentos y el dinero en las escalerillas de un avión de la línea brasileira Varig. “Todo se hizo sin ninguna estridencia. Dudo que las pocas personas que se encontraban en el aeropuerto se percataran de la injusticia que se estaba cometiendo. Mi sentimiento de frustración era tan profundo que ni siquiera se me ocurrió protestar”, comenta un Tulito resignado. En Puerto España le sonrió la vida, le gustó el ambiente, las costumbres y el trato acogedor en la pensión. “La tradicional flema inglesa se traslucía a través del abigarramiento de razas que se mezclan en esa sociedad isleña”.

Al acudir a la oficina de inmigración para indagar acerca de los términos de su estadía, dado que al ingresar a Trinidad se les había concedido 15 días, Arvelo preguntó qué pasaría en caso de no solicitar la extensión del plazo. Recibiendo por respuesta una sonrisa y la indicación de que se verían en la pena de deportarlo al país de procedencia. Al notar que la idea agradó a su interlocutor, el oficial de inmigración le informó que si deseaba podía deportarlo ese mismo día. “Cuando enteré a mis compañeros del resultado de mi diligencia, hicieron lo mismo y tres días después estábamos de nuevo volando rumbo al lar nativo”, ya que el boleto de Varig era de ida y vuelta.

“Como había tenido tiempo de avisar a mis familiares, nos esperaba un nutrido grupo en el aeropuerto. Pero no eran los únicos. En el mismo estaban algunas autoridades encabezadas por el director de Inmigración Bienvenido Mejía y Mejía, que nos esperaba al pie de la escalerilla. Cuando el funcionario me vio se acercó y en ademán cordial levantó los brazos y exclamó en un tono que resultó equívoco por el contenido de sus palabras: ‘Profesor, me da gusto verlo después de tanto tiempo...pero tendrá que irse otra vez’. Se trataba de un antiguo alumno mío en la Escuela Normal de Varones. Volvieron a repetirse las escenas de quince días atrás. Vuelta al Palacio de la Policía Nacional a la misma habitación y a los servicios del teniente Morillo López, quien esta vez se mostró aún más atento y obsequioso. Nos dijo que sentía lo que nos estaba sucediendo, pero que eran órdenes superiores...En un arranque de sinceridad, el teniente hasta llegó a cometer una pequeña indiscreción al enterarnos con antelación de que los planes eran deportarnos a París, que la ruta sería con una escala en San Juan, Puerto Rico, con el agravante de que esta vez iríamos sólo con un boleto de ida.”

Aunque Arvelo no conocía París, la idea de alejarse todavía más de su país le cayó como una bomba. Rápido de mente, recordó que en su anterior estancia había entregado a su hija Rosa varios documentos, entre ellos su tarjeta de residencia en EEUU. Solicitó a Morillo López interceder para procurar este documento, a lo cual accedió cooperante. Con el mismo en mano, Arvelo se propuso y logró, aprovechando la escala que hizo en San Juan de Puerto Rico, quedarse en territorio norteamericano, aunque debió someterse a interrogatorios por parte de las autoridades de inmigración, comprometerse a continuar más adelante viaje a New York para unirse a su familia, quedando sus documentos retenidos para fines de mayor investigación.

En esas estaba en San Juan, auxiliado por su cuñado Humberto Domínguez, cuando fue enterado por Hugo Tolentino –de paso por Puerto Rico- que a su camarada y amigo José Espaillat “le habían abierto un proceso, y se le condenaría a prisión por cinco años si intentaba abandonar el territorio de los Estados Unidos sin previo permiso de sus autoridades”, situación a la que también se exponía Arvelo. Raudo, nuestro hombre ideó cómo recuperar sus documentos mediante contactos con viejos exiliados dominicanos radicados en Borinquen y con la excusa de que los necesitaba para formalizar un trabajo que se le ofrecía en la isla. Con ellos en mano, tomó su maleta y se fue al aeropuerto, donde abordó vuelo hacia Kingston con destino a la pensión de la bella April Gabay.

“Había transcurrido un mes desde mi salida de esa ciudad en mi primer intento de entrada a Santo Domingo; era relativamente poco tiempo, pero se me antojaba que hacía mucho tiempo de aquellos acontecimientos. Tantas habían sido mis vicisitudes y tantos mis anhelos frustrados.” En Kingston, la hospitalaria April no entendía “que se le prohibiera la entrada al natural de un país que no había cometido ningún delito”.