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Santo Domingo visto por Frederick Douglass

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Santo Domingo visto           por Frederick Douglass
Frederick Douglass

El mulato abolicionista Frederick Douglass -secretario de la Comisión del Congreso de EEUU que vino en 1871 a explorar la anexión bajo los presidentes Grant y Báez- dio una conferencia con sus impresiones de viaje, ahora parte de Santo Domingo visto por cuatro viajeros 1850-1889 editada por la Academia de la Historia, cuya mitad condensamos a los lectores. Sobre la proyectada anexión el senador Charles Sumner advirtió que algunos deseaban extender “nuestro imperio, aunque sólo fuera para tener un hospital en los trópicos... o establecer una República de negros... Estos sueñan con minas de oro, montañas de sal, mucha azúcar y cajas de cigarros.”

“Entre ese vasto grupo de islas conocido como las Antillas Occidentales, adyacente al continente americano y por derecho de vecindad merecedor de compartir –por lo menos– sus instituciones, libertad y destino; casi tocando nuestras costas y extendiéndose hacia el amplio Atlántico, bordeando el golfo de México y el azul mar Caribe con una guirnalda perfumada de frutas y flores tropicales, se encuentra la hermosa isla de Santo Domingo, el sujeto de la charla de esta tarde y antes tema de mucha controversia en la prensa y en los Consejos de la nación.

La isla se encuentra habitada mayormente por gente de color. Dominada por dos gobiernos formalmente republicanos, en realidad militares y despóticos. Haití, la parte occidental, tiene una población de 800 mil habitantes y cerca de 10 mil millas cuadradas. La parte oriental, Dominicana, tiene tal vez 200 mil habitantes y 22 mil millas cuadradas. La isla se halla entre la línea 17o y 20o latitud Norte. Casi tan grande como Irlanda, capaz de sostener una población mucho mayor que la de ese país. A 6 días de Nueva York y cerca de 3 días de Key West, es tal vez la isla más rica de las Antillas Occidentales.

Mi intención no es tratar este tema en plano de controversia política o revivir sentimientos conexos. Tampoco intento hablar de Santo Domingo desde un punto de vista patriótico. No obstante estoy seguro que mis opiniones no serán halladas incongruentes con el bienestar de ambos países.

Dejando a un lado el particular interés político que años atrás recayó en Santo Domingo y las agudas diferencias a que dio lugar la propuesta de anexión de ese país a EEUU. Así como la elocuente y poderosa oposición del grande y justo Charles Sumner, y del otro lado, a favor, los sinceros y persistentes esfuerzos del general Grant. Si consideramos Santo Domingo geográficamente y respecto a su clima, suelo y producción, y al valor de sus recursos comerciales, o si lo hacemos históricamente, con base a la naturaleza humana y las fuerzas sociales, pienso que hallaremos en ese país lo suficiente para invitar al pueblo americano a un conocimiento más íntimo del que ha tenido.

No afirmo nada nuevo cuando digo que ningún evento desde las primeras migraciones ha afectado tan radical y universalmente las relaciones y condiciones de la humanidad como el descubrimiento y asentamiento en este continente de la raza blanca. Y ninguna parte de América tiene mayor importancia histórica en estos grandes eventos que Santo Domingo. Es la cuna de América y desde sus costas se explayó el curso de la civilización en este continente.

Soy apenas un pariente distante de la raza caucásica y tengo solo un interés parcial en la gloria de sus logros. Pero aun así debo confesar que sentí una emoción peculiar cuando por primera vez en mi vida pisé el suelo sobre el cual comenzó abrirse camino la civilización caucásica en el Nuevo Mundo. No sé si hubo algún sentimiento de raza conectado con tal sensación y tampoco importa. La grandeza no pide permiso a raza alguna o nación... Ella prodiga entusiasmo a todos los que la comprenden y la medida de su comprensión es la medida de su entusiasmo.

Estar sobre esa parte del suelo americano donde primero pisó Colón y respirar su aire. Ver las grandes montañas cubiertas por el rico verdor del verano perpetuo, llenando los sentidos a gran distancia sobre del mar con una deliciosa fragancia a medida que levantan sus cimas, de un suave azul grisáceo, a siete mil pies sobre el mar, y saber que fueron las primeras tierras que calmaron y regocijaron los ojos cansados y afiebrados del gran descubridor, puede encender emoción en el americano más impasible, cualquiera fuese su raza o color.

Al estar en la isla de Santo Domingo, uno ve en su imaginación la cabeza de aquella poderosa columna caucásica en su marcha maravillosa y portentosa de este a oeste, sacudiendo la tierra a su pesado paso, contemplando y dispersando las naciones ante ella; barriendo todos los obstáculos en su camino, haciendo del relámpago su mensajero para anunciar su llegada en todo el mundo. En Santo Domingo fueron plantados por primera vez sus virtudes y vicios, las bellezas y deformidades de la civilización europea y aquí todavía se pueden ver en contrastante antítesis e infelizmente predominan los vicios.

Fue aquí donde por primera vez se desplegaron en el Nuevo Mundo los misterios solemnes de las escrituras hebreas y donde fueron predicados los evangelios cristianos. Aquí, bajo estos hermosos cielos, donde cada cosa complace y solo el hombre es vil, se construyó la primera iglesia cristiana y se desplegó primero ese maravilloso símbolo de poder religioso, la cruz de Cristo. Mucho antes que la antigua Plymouth Rock tuviese una lengua cristiana, mucho antes de que los salmos de David fuesen oídos en la costa salvaje de Nueva Inglaterra, Santo Domingo fue el centro vivo y activo de la cristiandad americana, con ramificaciones que se extendieron tan lejos como al Sur y Centroamérica.

Los cimientos de la sociedad en Santo Domingo fueron colocados sobre una fe religiosa profunda. La evidencia es abundante para los viajeros. En tiempos de su colonización, España era la nación líder del mundo cristiano y se destacaba tanto por su piedad como por su crueldad. Orgullosa de este trampolín hacia un continente y ferviente de la verdadera fe católica, envió a sus académicos más famosos y a sus teólogos más elocuentes. Le dio su propio nombre y la hizo centro de propagación de la religión cristiana.

La isla es hasta ahora, literalmente, una masa de santos, cruces e iglesias. Los ríos y los pueblos están bautizados en honor a santos y la tierra está claveteada con cruces. Estas se encuentran en cada arroyo, en cada valle y en cada vuelta de los estrechos caminos, y donde se les encuentra, son objeto de respeto y reverencia de parte de su gente. Parecen protegidas por una divinidad más vigilante y poderosa que la que protege la vida de los reyes, ya que a veces los reyes caen en las manos de la violencia, pero ninguna mano lasciva o impía será levantada contra estos sagrados símbolos de la religión en Santo Domingo. Donde quiera que seres humanos hayan perecido y reposen sus restos, allí] se encuentran las cruces para reconfortar a los píos y advertir a los irreflexivos.

Las iglesias, que muy temprano fueron erigidas en algunas partes de la isla, estaban en una escala de magnificencia difícilmente sobrepasada por la arquitectura eclesiástica de la España misma. Aún hoy, en su decadencia, son muy imponentes, aunque las más antiguas se hayan convertido en ruinas. Dentro de éstas, una de las más notables y espléndidas es la vieja iglesia de San Francisco en la ciudad de Santo Domingo; hace tres siglos era la más espléndida y espaciosa de toda la isla. Hoy es una ruina y ha estado así por más de medio siglo. Ella trasmite una sorprendente lección sobre las limitaciones de la grandeza humana y el carácter pasajero de las más resistentes y sagradas obras del hombre. Por el grosor de sus muros, los amplios terrenos y el material con que fue levantada, pareciera como si sus constructores quisieron que persistiera por siempre. Pero menos de cuatro siglos la han tocado y se ha perdido. Su cúpula, sus torres, torrecillas, altares, púlpitos y galerías, se han caído. Sus sacerdotes, coros y campanarios han enmudecido.

Entre la destrucción general se nota algo del antiguo orgullo y gloria, un gran arco romano antiguo, un pilar majestuoso, un ángulo ostentoso en una pared interior reciamente construida, los cuales resistieron la destructiva artillería del tiempo y los elementos. Pero esto no implica esperanza alguna de resurrección. Son melancólicos monumentos del pasado, que miran las tumbas de los muertos, destinados a derrumbarse como el resto. Que traen a la mente algo del orgullo, la ambición, la energía y la riqueza que las hizo existir.

Empero es impactante caminar entre las ruinas de una grandeza pasada, que el gran vigor de la naturaleza tropical convirtió en meras ruinas. Ilustra el efecto del contraste positivo. Parecen un teatro sobre el cual la vida y la muerte, la juventud y la vejez, el vigor y el decaimiento, combaten por dominar. Favorecida por las fuerzas del clima y fertilidad del suelo, la naturaleza se reveló entre las ruinas, danzó en las mandíbulas de la muerte y evocó odas deliciosas sobre la desolación. El banano, la palmera, el coco, el zapote, el cafeto, el naranjo y el limón, los graciosos oleandros, y otras plantas tropicales, se enredaron con lianas y enredaderas de bellas flores. Muchos ascienden treinta o cuarenta pies sobre los sagrados altares adonde doscientos años atrás la riqueza y el esplendor de Santo Domingo se arrodillaban a rezar con orgullo y pompa.

Aún hay varias viejas iglesias en buenas condiciones en esta antigua ciudad, pero están marcadas para la destrucción. El calor tropical y la humedad insular, agentes poderosos tanto en destrucción como en creación, están produciendo una triste devastación en estas venerables pilas. Pronto también serán cosas del pasado, pulverizadas.

El corazón duele en medio de esta difundida desolación ya que no hay una mano visible restauradora sobre esta vieja gran estructura e instintivamente deseamos poder insuflar un poco del aliento de la vida americana a la gente.” Fume Ud. y déjeme el cabo.

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