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Un día cualquiera

Es verdad que los lunes son el peor día de la semana. Pero en este despacho de la Secretaría de Estado de la Presidencia los lunes son como todos los demás. Si algún empleado de confianza, que son los únicos que pueden traspasar estas recias puertas de caoba, hubiese tenido la ocurrencia de venir un lunes medio amodorrado, con resaca, o más lento de lo habitual, el amanecer del martes lo hubiese sorprendido cumpliendo alguna misión patriótica indicada por el Jefe, en persona, por ejemplo llevar la contabilidad de las hojas, flores y frutos de los cafetos, en alguna remota hacienda de la Línea Noroeste.

Por eso este lunes, para ser exactos, el 25 de febrero de 1935, todos los que aquí laboran se afanan de un lado a otro, sin tiempo apenas para mascullar o recibir una orden, inmersos en los papeles y las carpetas con bordes dorado, que guardan la correspondencia privada del Jefe, o las azules, que preservan el cronológico de todos los documentos que salen de esta dependencia, agrupados en tomos de 500 copias, mecanografiados en papel transparente.

En medio de esta colmena, ubicado su escritorio sobre una tarima a cierta altura, está el Subsecretario, en este caso, el sr Emilio Espinosa, impecable, severo, ordenado como un oficial prusiano y revestido de cierta complacencia por ser el director de una orquesta perfectamente acoplada, o el fabricante de un reloj infalible, cuyas ruedecillas giran a toda velocidad, sin chocar unas con otras, en absoluto silencio.

Cada movimiento del sr Espinosa es el exacto. Si mueve la mano derecha, enseguida recibe una carpeta lista para su escrutinio final, y aprobada esta, mueve la izquierda para pasarla al funcionario que durante el día estampa hojas de oficio, informes, cartas y memorandos con los sellos "Visto por el Jefe", "Aprobado por el Jefe", o "Denegado por el Jefe".

Después, la cadena sigue con el que recoge los tomos foliados y los lleva en una carretilla de mano hasta el archivo, ubicándolos en el estante designado, en perfecta alineación. Claro que hay normas que cumplir, pues todo está estudiado, pensado, medido y anotado. No en vano el sr Espinosa es Ingeniero Agrimensor, ducho en cálculos, ecuaciones y medidas, y a su celo se debe que este departamento, que fue un batiburrillo de extravíos, desórdenes y empleados parlanchines e ineficientes, en tiempos del presidente Horacio Vázquez, aguante hoy el escrutinio de firmas consultoras yanquis, que cada cierto tiempo, a petición expresa del Jefe, lo auditan, otorgándole, por lo regular, las máximas calificaciones.

Porque el Jefe no se cansa de decir que trabaja para la República, pero más que nada, para la posteridad, y que dentro de cien o doscientos años, en una celebración triunfal que ha de ser instituida, una vez al año, para convocar a los dominicanos y peregrinos de todos los confines del mundo, a que participen de su apoteosis, majestad y gloria, han de abrirse las puertas de estos archivos, con el objetivo de que los mortales comprendan la magnitud de su trabajo divino, a juzgar por el volumen de esta papelería.

Cada cierto tiempo, quizás una vez por semana, y a manera de comprobación interna, el Subsecretario Espinosa inicia un rito consistente en tocar una campanilla de plata que descansa en su escritorio, y obtenida la atención de todos, que quedan con la respiración en vilo, va pidiendo documentos de los archivos para comprobar su descripción y correspondencia con la guía oficial. También, para hacerlo aún más difícil, como ha empezado a hacer ahora, no se los hace traer de los depósitos, sino de los que están en proceso, lo cual obliga a los funcionarios a rendir un examen individual de su competencia.

Por ejemplo, cuando mencionó al periódico "La Información", uno de los empleados saltó como un resorte para informar que "...se trataba de un oficio firmado por el mismo Subsecretario dando a conocer a su Director que la remesa de $100 pesos, con el cheque número 1836, correspondiente al mes de febrero, asignada por el Ilustre Jefe, le ha sido remitida".

Cuando el sr Espinosa mencionó al periódico "El Oriental", de El Seybo, otro funcionario, se paró a informar que "… se trataba de un oficio firmado por el sr Subsecretario, mediante el cual se enviaba a su Director la suma de $ 30 pesos, amparada por el cheque número 1843, y que correspondía a la remesa mensual que le asignase el Ilustre Jefe".

Para hacer más complicado el juego, o mejor dicho, la comprobación, y no sin que cierta sombra fugaz de sadismo atravesase su mirada, el sr Espinosa cambió la táctica y solo mencionó al destinatario de alguna comunicación: el Secretario de Estado de Trabajo, Comercio e Industria, tras lo cual un joven empleado saltó de su silla y con la mirada al frente, rígido como un cadete, informó que se trataba de "…la remisión de un proyecto presentado por el sr Joaquín Balaguer, para aumentar la exportación de productos del país, y que el Egregio Benefactor enviaba para su estudio y opinión". Lo mismo sucedió cuando mencionó el nombre, un tanto exótico, de John Abbes: al instante, una delicada señorita de gruesas gafas y prematura vejez, se apresuró a comunicarle que "...sin duda alguna, se trata del acuse de recibo de una carta dirigida al Supremo Constructor, la que se agradecía por los términos enaltecedores expresados por el sr Abbes, dirigidos a la Singular Persona y al gobierno que preside"

Y así ha ido transcurriendo la mañana de este lunes de campanilla, entre las adivinanzas del sr Espinosa y las ágiles, y por lo general, acertadas respuestas de sus subalternos. Por supuesto que todo no era perfecto, por ejemplo, un antiguo empleado, quizás agobiado porque su esposa de toda la vida había huido de la casa con el amante, equivocó el oficio mediante el cual se remitía al Secretario de Interior y Policía, "para la correspondiente investigación", un anónimo contra el capitán Romeo A. Trujillo, con el dirigido al Secretario del Tesoro comunicándole sobre "el constante contrabando de ron clerén, a través de la frontera con Haití", en perjuicio, por supuesto del bolsillo del Jefe, digo, del Fisco. Tampoco acertó un nervioso jovenzuelo, sobrino de algún prohombre del Partido Dominicano, siempre absorto en visiones de damas en cuero, y que, por consiguiente, trocó el agradecimiento del Jefe a Augusto Ortega, Intendente de Enseñanza del Departamento Norte, quien en su misiva lo llamó "Reconstructor de la Escuela Nacional", con la que se remitió a Manuel de Jesús Campos, de Puerto Plata, en aceptación de su rogativa de que el Generalísimo le bautizase un hijo.

Pero esos eran casos excepcionales, ante los cuales la aparente severidad prusiana del sr Espinosa solía conceder, por una vez, indulgencia, en el entendido de que, en caso de ocurrir de nuevo, la Línea Noroeste tendría otro patriota entre las filas de sus trabajadores.

Mientras avanzaba la labor de comprobación, hacían lo mismo las manecillas del enorme reloj que presidía, o mejor dicho, tiranizaba la pared de la oficina. Tras reportarse sobre el envío de jicoteas de la sra Isabel Mayer, de Puerto Plata, en obsequio de Ramfis, "El Primer Niño de la República", y de los conciertos que se organizaban en honor de este, en el parque que lleva su nombre, concluyó la comprobación con la respuesta del jefe a la sra Bartolina Fernández, quien pedía un fallo de la justicia a su favor en cierto litigio de tierras, a la que se dejó claro que "...debía esperar en calma, pues el Jefe no se inmiscuía en lo que concierne al Poder Judicial".

Una vez satisfecho con la marcha del sistema de su creación, el sr Espinosa procedió a provocar un perceptible suspiro general de alivio, al hacer sonar su campanilla. Fue entonces cuando se abrieron las enormes puertas de caoba, como si aquella hubiese sido la señal acordada para pasar al segundo acto de una puesta en escena, bien ensayada, pero que, en realidad, era improvisada.

Para espanto de todos, incluyendo el hasta entonces atildado e impasible sr Espinosa, una nube de guardias armados penetró a la oficina, apuntándoles con sus rifles, mientras el sudoroso Secretario de la Presidencia, el Dr García Mellado, se pasaba el pañuelo por el rostro, dando paso al mismísimo Jefe, que bufaba de rabia como un toro miura, y aniquilaba con su mirada insostenible a cada empleado, de más está decir, rígido y con la vista al frente, con un hilito de respiración.

"Yo quiero que me digan, ¡manga de inútiles y haraganes! -rugió mirando directamente a un desfalleciente sr Espinosa- si yo puedo recibir mañana al viejo ese, el presidente Vincent, en la visita que he preparado para sacarme del lomo, y para siempre, al alacrán de los haitianos, y debo leerle en la ceremonia donde se le declara "Hijo Ilustre" de la ciudad este oficio donde lo que se aprueba es la solicitud de un mecanógrafo para el consulado de Curazao. ¡Son tan mamertos y lelos -elevó aún más el tono, salpicando de saliva a los más cercanos- que han equivocado los documentos de carpeta! ¡Y a mí nadie me pone en ridículo, hijos de su maldita madre!"

De más está decir que el sol del martes sorprendió a un anonadado sr Espinosa, ya sin el atildamiento usual, anotando patrióticamente, en una libreta, las hormigas de cada hormiguero de la Línea Noroeste.

Cada movimiento del sr Espinosa es el exacto.

Si mueve la mano derecha, enseguida recibe una carpeta lista para su escrutinio final, y aprobada esta, mueve la izquierda para pasarla al funcionario que durante el día estampa hojas de oficio, informes, cartas y memorandos con los sellos "Visto por el Jefe", "Aprobado por el Jefe", o "Denegado por el Jefe".