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Un mundo ancho y ajeno

"Sería de alta importancia para el régimen de Trujillo llevar a Ciro Alegría a República Dominicana. Es, junto a Rómulo Gallego, el novelista más leído de América Latina…"

Eso fue lo que leyó Flammarión Linares en la carta secreta que le dejaran en el buzón establecido, los hombres de Johhny Abbes, ese renovador de las labores de inteligencia, que con nuevos bríos, entraba al ruedo del juego.

No podía decir que Abbes le disgustaba, al contrario: admiraba en su porte de perdiguero inglés, o más claramente, en su talante de perro de presa leal y dócil, al tipo creativo que le había llegado al Jefe por el lado inesperado, el de la música, el del merengue. Porque era un hecho comprobado: Johnny Abbes había entrado a la corte gracias a un merengue, o mejor dicho, a la letra de un merengue en la cual, por supuesto, se cantaban loas al inmarcesible Jefe, o lo que es lo mismo, se bajaba la cabeza y se levantaba la cola, para lo que el Jefe estuviese a bien realizar. Y por supuesto, fue heroicamente realizado.

Precisamente por eso, Flammarión Linares era un tipo muy ecuánime, diríamos que, excesivamente ecuánime, o lo que es lo mismo, asombrosamente tranquilo y sedado, todo lo contrario a la gente del pueblo con la que convivía. Por esas dotes, Flammarión Linares era un arquetipo irremplazable para aquellos que envidiaban su apostura y su avance, o sea, la elegancia con la que entraba a cualquier sitio y era bienvenido en todos los espacios. Nada como esas dotes para hacer de Flammarión Linares un modelo trujillista, o sea, un tipo bueno para reinar, pero pésimo para gobernar, o sea, alguien que, sin dudas, tiene todas las características personales para subyugar a las personas, pero, a la vez, carece de alma con la cual arrasar con el alma de los demás. O lo que es lo mismo: alguien que se ve bien, pero sabe mal.

Así era Flammarión Linares, ejemplar epónimo de aquellos intelectuales a los que el trujillismo cercenó el músculo primo, o sea, eso que permite vivir sin pedir perdón, a cada paso. Poco le importaba, con tal de recibir un salario que le permitiera llevar a cabo sus cíclicas parrandas, mulatas incluidas, y cierta impunidad para transgredir, o sea, la garantía efímera de la libertad en tierra de esclavos, borracheras incluidas. Porque sin dudas, Flammarión Linares era un alcohólico.

Bueno, nada de eso importaba cuando de lo que se trataba era de analizar si, de verdad, Flammarión Linares estaba capacitado para seguir la rima de lo que Johnny Abbes le indicaba, en este caso, promover la posible visita de Ciro Alegría a República Dominicana, como si se tratase de la Parusía, o el Segundo Advenimiento de Cristo.

Está claro que Flammarión Linares no estaba en condiciones de entender de qué iba el juego, y que, en consecuencia, se quedaba por debajo del listón que Abbes, en su maquiavelismo, le indicase. Era un guajacón, había que reconocerlo, nadando en un estanque de tiburones y pirañas, o sea, un pobre tipo manco, tuerto y cojo ante la abundante maldad humana. Pero aún así se esforzaba, imaginando escenarios donde Ciro Alegría se rasgase las vestiduras por el Jefe, por supuesto que en público, y esa noticia le proporcionase un ascenso, o una finca en Jarabacoa. Como si fuera poco.

"Sus novelas -continuaba el jefe Abbes en su nota, fechada el 2 de septiembre de 1956- se han traducido a diez idiomas. Si se logra llevarlo a la Universidad de Santo Domingo, está garantizado el prestigio intelectual y lograríamos abrir una fuerte brecha en el frente de los intelectuales y escritores que de continuo atacan a República Dominicana".

De eso se trataba. No en vano el Jefe había reclutado, de buena o mala gana, a los mejores intelectuales del país. No en vano había tejido, entre la conciencia crítica de los intelectuales y sus crímenes, una especia de gelatina que amortiguaba cualquier remilgo de conciencia. Y en ese panorama impune, siempre el ínclito Jefe llevaba las de ganar.

Para terminar el mensaje, Flammarión Linares aún tuvo tiempo de leer lo que Abbes le dejaba escrito, en su inagotable capacidad para la matanza:

"Se nos ha informado que Juan Bosch viaja a Europa para lograr que las centrales obreras afiliadas a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) inicien un nuevo curso de opinión pública en contra de República Dominicana".

Estaba claro que si Abbes informaba de las acciones de Bosch, eso significaba que alentaba su muerte, como si de un concurso se tratase. Lo más tétrico era la objetividad al analizar, en la nota, los detalles de la situación. Y eso, por supuesto, hizo que a Flammarión Linares, se le pusiera la carne de gallina:

"El senador Masferrer está absolutamente desprestigiado en Cuba -apuntaba Abbes- los mismos revolucionarios lo consideran un gánster. Hay que agregar que el embajador Llaverías, representante de República Dominicana, está tanto o más desprestigiado que Masferrer, en lo que se refiere a su pésima actuación como Embajador… La tensión ha bajado notablemente, y creemos oportuno que no se escriba, en Santo Domingo, ningún artículo atacando a la política cubana".

Bueno, no había que exagerar, pensaba Flammarión Linares, por el simple hecho de tener un Jefe que mandaba sobre la vida y muerte de todos. De hecho, todo lo que quedaba por delante era la secuela de lo que ya el Jefe había decretado, o sea, el final feliz de la desgracia.

Flammarión Linares no era un mísero robot, sino un hombre apocado y débil, de esos que en todas las dictaduras sufre y hace sufrir. Precisamente por eso, era un hombre con remordimientos, o sea, capaz de redención. Eso no podía entenderlo ninguna de las religiones universales que goloseaban su alma, sino su alma, en sí. Eso significa que cuando quedó a solas consigo mismo, o sea, cuando no hubo entre él y la eternidad más que su nombre sonoro y las acciones que era capaz de realizar, por libre albedrío, lo que surgió fue una llamarada que desarmó a los hombres de Abbes, y les recordó que no se trataba de pistolas al cinto, sino de volumen de sangre en el corazón, o lo que es lo mismo, de impulso para la eternidad y ganas de lograrlo.

Todo terminó, para Flammarión Linares, de la manera más previsible posible. Ni se elevó hacia los cielos, ni se desarmó, humillantemente, ante sus enemigos. No creció en el dolor, ni se multiplicó en la desgracia. Sencillamente no fue capaz de organizar el viaje de Ciro Alegría a República Dominicana. No logró que ese importante intelectual latinoamericano elevase preces en honor al sanguinario Jefe al que estaba obligado a reverenciar, en la poquedad de su alma.

Por supuesto que su fallo tuvo consecuencias drásticas. Para empezar, Balaguer, encargado de todo lo relacionado con la batalla trujillista de ideas, le retiró la palabra, o lo que es lo mismo, lo condenó a muerte. Se salvó, en lo posible, porque Ciro Alegría solo era conocido en el país por una reducida capa de intelectuales rebeldes, o sea, suicidas, y por tanto, su no visita era más bienvenida que deseada. ¿Para qué, si no, había libertad para reverenciar y admirar, salvo al Jefe?

Flammarión Linares no supo de qué manera se le hizo purgar su error. Entre mulatas, artículos fallidos y tragos, lo dejaron envejecer, en la creencia de que era un intocable. El Partido Dominicano le ordenó ciertas tareas intelectuales, entre ellas, impartir conferencias en la Línea Noroeste sobre la genialidad del Jefe al promover el hispanismo como antídoto contra el haitianismo. También le indicaron escribir un opúsculo contra la secta comunista y su penetración en las Américas, honor que compartió con el cubano Salvador Díaz Versón, y el colombiano Octavio Lizarazo.

Un día de su mala suerte, Flammarión Linares empinó el coco más de la cuenta. Iba dando tumbos por las estrechas calles de la Ciudad Colonial, cuando dos sujetos indefinidos y difusos lo detuvieron, disparándole directo al pecho. Nadie oyó nada, y menos que nadie, Ciro Alegría.

En esos momentos, el escritor peruano estaba inmerso, absolutamente, en la redacción de su obra maestra, "El mundo es ancho y ajeno".

Y lo fue para el ínclito Flammarión Linares.

Está claro que Flammarión Linares no estaba en condiciones de entender de qué iba el juego, y que, en consecuencia, se quedaba por debajo del listón que Abbes, en su maquiavelismo, le indicase. Era un guajacón, había que reconocerlo, nadando en un estanque de tiburones y pirañas, o sea, un pobre tipo manco, tuerto y cojo ante la abundante maldad humana.