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Un número incontable

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Un número incontable

Junto a muchos otros, rehúso rendirme a la memez de encasillar a Francina Hungría en la columna de víctimas de la violencia, adicionarla sin más ni más a los guarismos de aquellos cuya salud, vida o bienes componen las estadísticas de los daños causados por la criminalidad preocupante que, como aguas desmadradas, arrolla el sosiego y anega de espanto esta geografía isleña.

Encontrar las raíces del trastorno social es fácil, porque se las ve brotar en la urbanización extendida y la marginalidad aneja, en la creciente insatisfacción de la juventud excluida de los beneficios de la modernidad que los medios y las redes sociales amplifican con un efecto demostración devastador. Se fortalecen en el deterioro del entorno protector llamado familia, en la ignorancia que crece con el vigor de yerba mala y, si aún déficit de explicaciones, en la ineficiencia pública para proteger a la población con mecanismos y esfuerzos harto conocidos porque funcionan con un nivel aceptable en otras latitudes, incluso tan depauperadas o mucho más que la nuestra.

Más que una víctima, siento a Francina Hungría como una revuelta contra el oprobio; encarnación involuntaria del reclamo de quienes gritan desde el silencio de su impotencia que el tiempo de las palabras caducó; que la respuesta consiste en acciones concretas, no episódicas, que generen confianza y devuelvan las calles y el país a quienes pertenecen: al ciudadano honrado, a la mujer enaltecida al sobreponerse a la discriminación inscrita en el ADN nacional, al niño, a los trabajadores que crean la riqueza, al anciano en el umbral de las penumbras; en fin, a todos los que aspiran a una vida digna y se esfuerzan en construirla, a los que aman la justicia y asumen gustosos cuantos quehaceres animan la convivencia y la solidaridad tan propias del humano.

Esta joven profesional, de quien digo cosas y a quien no conozco, traspuso ya los límites del peligro para su vida. Su cabeza fue el blanco de una bala disparada por unos asaltantes malvados y que le ha dañado irreparablemente el ojo derecho. El esfuerzo médico se concentra en salvarle el izquierdo. Cuando escribo, acababa de ser trasladada en un avión ambulancia a los Estados Unidos donde le brindarán atenciones de primera en la institución oftalmológica de más prestigio en ese país. No es casual la fraternidad que despierta este caso, sino una confirmación del verdadero carácter del dominicano y de la preocupación extendida por la soltura criminal sobre todo en los espacios citadinos.

Las circunstancias que rodean el drama de Francina Hungría atolondran. Agotaba jornada laboral y, de acuerdo al libreto de su rutina diaria, había cumplido una de las múltiples visitas a un establecimiento ferretero donde adquiría materiales para la construcción al cuidado suyo y de otros profesionales de la ingeniería. Se desenvolvía en uno de los cuadrantes de más solera del Santo Domingo enfermo de gigantismo, y donde menos se esperaría la agresión artera de los criminales, tan confiados que ni siquiera actuaron embozados pese a que deslumbraba el mediodía. No era la víctima escogida adrede, puesto que los malandrines habían arrebatado ya el bolso a una señora. Simplemente, su desplazamiento coincidió con la ruta de escape. Conminada a entregar su vehículo, no advirtió que la amenaza letal de un arma acompañaba a la orden perentoria. Intentó escapar pero la máquina no respondió con la presteza requerida y el plomo casi a quemarropa encontró su cráneo.

Quisiera que fuese incierta la versión de que dos policías de la AMET ignoraron la ocurrencia criminal, ajetreados como suelen estar en la inutilidad. Desesperada, incapaz de contener los brotes de vida que se le escapaban sin saber por qué, atinaba a gritar que no estaba muerta. La esperanza se materializó en la ayuda de un desconocido que prestamente la transportó a un centro médico, y allí reclamó con insistencia que le diesen atenciones prontas. Este samaritano permanece en el anonimato y satisfaría que por lo menos el gobierno municipal lo buscase, lo despojase del misterio que probablemente su humildad alimenta para presentarlo como lo que es: un ejemplo de ciudadanía responsable. Necesitamos de esos héroes de la cotidianidad para remontar la mucha desesperanza que estos capítulos siniestros deparan.

Otra urgencia previa marcaba el día aciago de Francina Hungría. Había venido su novio de los Estados Unidos y se aproximaba una vez más la despedida. La cita pautada nunca se produjo, impedida por un acontecimiento que convida a las reflexiones más variadas. ¿Por qué ella? ¿Cuáles designios o factores tan poderosos se conjugaron para hacerla infeliz y protagonista de una ocurrencia que la mantiene postrada al borde de la ceguera? Como las primeras cosas que decía, me rehúso junto a muchos otros a aceptar que la última visión de Francina Hungría sea la del horror; que sus ojos queden sellados para siempre por la tragedia, encerrados en la ceguera junto a imágenes insistentes de violencia y de la desprotección pública, ignorantes de la luz, negados a descifrarle los rasgos de sus seres queridos, los colores de la naturaleza y el milagro del amanecer y del anochecer que se repiten con la certeza de siempre mas acarrean unas emociones que la sensibilidad del alma sí nota y anota.

Me parece imprudente acudir a la suerte para esclarecer lo pasado. Aunque sea poderosa la representación de la diosa Fortuna, con su cabeza velada y en los ojos, una venda para que la selección de sus elegidos sea aleatoria. A la suerte la escinden en dos para apellidarla buena y mala. En el islamismo figura el destino como la previsión definitiva de Alá mucho antes de que advengamos a la vida. En la tradición judeo-cristiana siempre hay una voluntad divina detrás de estos golpes implacables que nos dislocan de repente la existencia. Contra el perjuicio, el mandato, también divino, opone la resignación, el sufrimiento callado y la aceptación del dolor como castigo merecido y antesala de salvación.

El apellido de Francina me transporta a la nacionalidad de uno de los escritores contemporáneos más brillantes, distinguido con el Nobel de literatura y quien hace poco anunció que abandonaba las letras porque ya había agotado la narrativa del holocausto, ese episodio sórdido de la historia que otros escritores de la talla de Primo Levi y Elie Wiesel han descrito con maestría. En su novela semi-autobiográfica Sin destino (en inglés fue titulada Fateless, sin suerte), Imre Kertéz desgrana la tragedia de György Köves, un adolescente que rumbo a su debut laboral en su natal Budapest fue detenido junto a otros judíos y enviado al campo de concentración. Sobrevivió sin entender el porqué de su sino y cómo una condición cuya carga cultural y religiosa no sentía, ser judío, lo sepultó en un abismo profundo e ineludible.

El día antes del arranque de su historia trágica, se debatió en una tertulia banal en casa de unos vecinos si le convenía más trasladarse en tren o en autobús a la factoría. De haber escogido el tren, no lo habría atrapado la redada montada en las carreteras en atención a la política decretada por Hitler y conocida como la Solución Final. No fue así, y una decisión sencilla tomada al azar sin consecuencias que prever, le cambió la vida para siempre. Desde Auschwitz y Buchenwald hasta la libertad, Köves soportó la dureza del encierro, de los maltratos, del trabajo forzado. Le laceraban tanto la rutina como la incertidumbre de una existencia sin destino, tal como indica el título. ¿Qué conjuro complotó para que estuviese en ese autobús maldito? ¿Cuáles fuerzas se impusieron para que superara las penurias de unas prisiones infames diseñadas para arrancar hasta el último hálito de vida en una tortura diaria y de la cual solo la muerte eximía? Una de las razones del galardón literario fue que la obra de Kertéz "reafirmaba la frágil experiencia del individuo contra la arbitrariedad barbárica de la historia".

¿Y por qué Francina, inquiero una vez más? ¿Por qué le correspondieron la desgracia de un balazo en el cráneo con pérdida parcial de la visión y la interrogante angustiosa de si logrará salvar ese otro ojo cuya salud es hasta ahora una esperanza? Como explicación, "en el lugar y momento equivocados" me parece una falacia, un argumento desprovisto de consistencia. "Mala suerte" añade un ingrediente de superstición que es preciso rechazar con vehemencia.

Sin asidero lógico para superar la dificultad de un discernimiento válido que despeje la encrucijada, queda el recurso de invocar la ley de la probabilidad, y en un ejercicio cercano a la numerología determinar la posibilidad de que un evento, llamémosle un asalto en las calles de Santo Domingo, le ocurra a una persona llamada Francina Hungría, extraída al azar del total mágico de dos o tres millones de capitaleños. Estoy convencido de que se trata de una ley arbitraria, discriminatoria y necia. De poco sirve determinar que hay una posibilidad real de que a alguien le toque la lotería nefasta de víctima de la delincuencia armada y no poder evitarlo.

Esa inevitabilidad es perturbadora. Más allá de la verdad meramente estadística se esconde la insuficiencia humana para controlar el devenir y librarse de la exposición a lo fortuito. La probabilidad, sin embargo, sería más remota de haberse resuelto el viejo problema de la autoridad inútil, de esa policía que cojea como institución y destila pus a la menor punción desde hace muchos años. El fatalismo no tiene espacio asegurado en los males sociales, incluso si las consecuencias se individualizan. La inseguridad en las calles de Santo Domingo es evitable, como en Nueva York, Bogotá u otras metrópolis donde antaño el terror obligaba los vecinos a recogerse temprano.

En el texto agobiante de Kertés, el dilema está planteado con sutiliza y elegancia y en una prosa seca, desprovista de recursos metafóricos. Köves se debate en una duda irresuelta antes de que las tropas norteamericanas ocupen la región de Alemania donde estaba su última prisión. ¿Adjudicar su tragedia a sus captores nazis o simplemente definirla en términos de un destino arbitrario que le reservó la existencia misma cuando nació judío?

En la realidad de Francina Hungría no hay suerte ni un destino inalterable, mucho menos una sentencia con proveniencia del más allá. Hay responsabilidades y culpas claramente identificables. Los autores del crimen tendrán que ser aprehendidos y pagar con penas estrictas el daño infligido. Cabe una reconvención severa para quienes han incumplido la tarea de guardar el orden y cedido terreno a la delincuencia. Lo escrito por Barack Obama en The Audacity of Hope viene de perillas: "Lo preocupante es la brecha entre la magnitud de nuestros retos y la pequeñez de nuestras políticas, la facilidad con que lo trivial e insignificante nos distraen, nuestra evasión crónica de las decisiones duras, nuestra abierta incapacidad para construir un consenso apto para encarar cualquier problema mayor". Habremos escogido la intranquilidad y el desasosiego como destino si dejamos que continúen la criminalidad y las causas que la originan.

No es el panorama que merece ver Francina con su único ojo hábil.