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Un retrato nuevo del Viejo Santo Domingo

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Un retrato nuevo del Viejo Santo Domingo

Aunque medien siglos, revisitar la capital dominicana tiene siempre destellos de déjàvu. Toca al extranjero, ojos abiertos a detalles insospechados, sin el pecado original de la nacionalidad y por tanto ajeno a nuestros vicios y virtudes, abrirnos puertas y ventanas a un mundo que nada tiene de nuevo, excepto la interpretación.

He reencontrado un nuevo Santo Domingo en una columna que desde tiempos inmemoriales aparece en la edición dominical del New York Times (NYT). Intenta, --casi siempre lo logra--, descubrir lo mejor de una ciudad en una visita de 36 horas. Un fin de semana para recorrer a galope tendido la geografía urbana de cualquier punto en el mundo Con economía de texto, se presentan las habituales trampas turísticas, mas algunas pinceladas bastan para revelarnos una visión 20-20 de los entramados sociales detrás de las recomendaciones. Las sugerencias son a menudo reflejos de una certera aproximación sociológica y entre líneas se cuela un fino sarcasmo que, como el colador malo de café, deja zurrapa. De la fina, eso sí, de la que sorprende y obliga a carraspear en señal de asentimiento y admiración.

Las últimas 36 horas en Santo Domingo aparecieron el 21 de este enero; cada segundo cuenta, es trepidante. Desde noviembre del 2008 no habíamos merecido ocupar el itinerario del NYT. Aquella ya hincaba el bisturí sin anestesia cuando hablaba del Faro a Colón y apuntaba que raras veces se encendía por los tantos apagones y porque, imagínese usted, qué dirían los vecinos con sus casas a oscuras frente a aquellos focos inmensos pintando en el cielo la cruz energética que todos llevábamos a cuestas.

Arranca la del Día de la Altagracia con un barniz cultural y con pocas palabras nos cuenta la verdad dominicana de las muchas palabras y escasas obras. La descripción de la Plaza de la Cultura es antológica. Debió alegrar en su tumba al creador, el buenísimo de José Antonio Caro Álvarez, que en el ciclo de celebración de sus grandes aportes a la arquitectura y arte dominicanos un periódico extranjero llame la atención con inteligencia sobre el penoso abandono de ese tesoro.

Vale la pena recrear este párrafo para que reciban un mazazo en la cabeza los responsables de ese desdén pese a tanto dinero para la educación, terreno que por supuesto debería abonarse con el respeto y difusión de nuestra cultura: “Pase de largo el Museo de Historia Natural, con su instalaciones de taxidermia polvorientas y la ocasionalmente viva, pero aparentemente deprimida, serpiente. Otros dos museos en la Plaza merecen una visita, especialmente el medio decaído Museo del Hombre Dominicano. Parecería que no ha recibido un visitante desde que abrió sus puertas en los años 70, pero vale la pena escalar hasta el cuarto piso –si el elevador está estropeado—para verlas muestras coloridas de los taínos...”.

La otra recomendación recae sobre el Museo de Arte Moderno, con un cáveat que me da mala espina y no porque tenga más años que gloria en el oficio de periodista: no olviden llevar cambio para pagar los 50 pesos de entrada. ¿Oyen la carcajada?

En las 36 horas del 2008 se aludía al caos vehicular en la capital más vieja del Nuevo Mundo y se colaba la misma idea que se nos atraganta a todos en el cerebro cuando apenas avanzamos pulgadas en la selva impenetrable del tránsito capitaleño. “El tránsito en Santo Domingo es un desorden indignante. Quédese atrapado en él y deseará no haber salido de casa”.

Si ese periodista regresara, escribiría sin exagerar: Proteste o quéjese por el abuso de un conductor, y podría no llegar a su destino y nunca más a su casa. El realismo mágico no es literario en Santo Domingo, sino vial. Los carros bombas circulan por doquier y los llaman concho (¿primo?). Los chóferes no necesitan de chalecos repletos de explosivos porque su modo de conducir es de por sí tan letal como sus herrumbres móviles de los tiempos del Ford de palitos. Uno de sus mentores es un ayatolá barbudo, el último legislador cheguevarista del mundo y que llegó a la política en cuatro ruedas.

En la madrugada, la espesura vehicular apenas disminuye; las amazonas cabalgan en yipetones y disparan balas al aire, no flechas, porque el carcaj va lleno de licor del fuerte, del que entumece el espíritu, cercena la prudencia y ahoga la Buena ciudadanía. Nihil obstat. Conducir e ingerir alcohol a chorros no conlleva sanción alguna; para aligerar remordimientos si acaso los hubiere y alcanzar nivel cool, cabe la posibilidad de comprar litros, media botellas o combinados de una amplia gama espirituosa sin descender del vehículo y exponerse a miradas curiosas. Más preocupan los gays que los borrachos al volante.

Méritos bien ganados abundan en el día y medio de periodos lo intenso. Desafortunadamente, no podemos compartirlos porque el grueso de los visitantes “lo único que ven de Santo Domingo es el aeropuerto” antes de enrumbar hacia las playas”.

Con sobrada razón nos envanecemos por la variada oferta gastronómica en un Santo Domingo de clase media alta que se ha contagiado de hedonismo. A más de un extranjero he escuchado pon0derar la abundancia de buenos restaurantes y compararnos favorablemente con el resto de los países caribeños y centroamericanos. Caminábamos huérfanos de un establecimiento con especial dedicación a una cocina dominicana enaltecida por la creatividad de un chef con sentimiento y pasión por el producto local. En las últimas 36 horas aparece en Santo Domingo Travesías.

Nuestra zona colonial enamora, arranca aplausos por su dinamismo, por la impronta histórica de sus edificios irrepetibles y el aprovechamiento inteligente para el ocio de los antiguos patios coloniales, devenidos bares y restaurantes para todos los gustos. A esa muestra de algunas de nuestras raíces culturales corresponde el grueso de las 36 horas, amén del homenaje al carácter abierto del dominicano acostumbrado ya al visitante sin necesidad de hablar su idioma. Que lo diga el periodista: “Los deslumbrantes edificios centenarios y las boutiques en boga de la Zona Colonial, una nueva franja de restaurantes de nivel y la actitud hospitalaria de los capitaleños son también razones para hacer de la ciudad algo más que una simple parada en ruta hacia la playa”.

La lección encubierta de sociología continúa con las recomendaciones y observaciones sobre la disposición festiva del dominicano. Aparecen los colmados, bastiones de fiesta popular y atentado contra los tímpanos a la menor indicación de timidez solar. La obsesión dominicana por la cerveza helada, con toque polar en la superficie vidriosa, no escapa al periodista observador que descabalga los prejuicios sociales en su cóctel de recomendaciones: Dolcerie y Barra Payán, Lulu Tasting Bar y Hermanos Villar.

Asiduo de tres de esos lugares en las pocas veces que regreso a Santo Domingo, he convertido Hermanos Villar en atalaya privilegiada a la hora del desayuno. Público variopinto, escaso de modales algunos, refinados otros, no deja de impresionarme el aroma pueblerino o rural que allí se respira y que no despejan los muchos extranjeros que comparten mesas, idioma y las suculencias criollas. Atónito observo al inglés que despacha negocios en el móvil mientras convierte en cuestecita y luego en nada la montaña de mangú con huevos fritos, humedecido el manjar con una batida inacabable.

Leo en la cara del gañán a varias mesas de distancia la intención de llevarse al motel la chica que le devuelve con una sonrisa pícara las insinuaciones más picantes que el tabasco adicionado a su guiso, quizás un caldo de ingredientes tan contundentes como la actividad potencial que le sorbe los sesos. Caras de aspirantes a regidor en el sur profundo, burócratas trajeados de elegancia, turistas omnipresentes con rastros cerveceros en los ojos, ahítos de playa, consumida su palidez en los hornos de arena contiguos al Caribe de colores espectaculares, de aguas tan tibias como la pasión no expresada de una pareja que --le pago el desayuno a cualquiera si me equivoco--, se matrimonió hace poco y esperó la luna con su luz de miel en algún hotel de la zona. Quizás en el Jaragua.

La Dolcerie es otra historia y las pretensiones no son tales, sino un afán a veces vulgar de hacerse notar. Los maquillajes casi se escapan de algunas caras femeninas e igual desafuero se evidencia en esas blusas con botones a punto de saltar y pantalones en los que siempre admiro la fortaleza de las costuras y la nobleza al contener tanto volumen corporal intransigente. La comida, en el desayuno o cualquier hora, es buenísima y ya quisiera más de 36 horas para repetir los huevos escalfados, los alardes culinarios y unos zumos que reconfirman la riqueza frutal de nuestro trópico.

Esas 36 horas en Santo Domingo parecen un milagro de la patrona del pueblo dominicano. Porque la cobertura que nos dispensa el NYT es insidiosa y sus periodistas o los articulistas que acoge en sus páginas necesitarían agotar un calendario completo para empaparse de otra realidad social, no la que se describe con los ojos del norteamericano acostumbrado a un clima racial que no alcanza la misma temperatura en este trópico isleño. Se equivoca el ojo del extranjero cuando se sirve de lentes etnocentristas.

Esa torpeza conduce al desaguisado de dar primera página a un reportaje menudo, pobremente escrito y mal concebido sobre los salones de belleza en Santo Domingo. Se equipara el alisado del pelo tan común en el país con una negativa compulsiva de la herencia africana. Los productos fotografiados en el reportaje son de Estados Unidos donde el racismo se ha asentado con raíces tan fuertes que toda la parafernalia democrática y normativas para las minorías han servido de poco.

Alisarse el pelo tiene un objetivo más simple que pamplinas periodisticas. Lo mismo que en el norte de Londres donde hay salones de belleza especializado en pelo caribeño o que en la Casa Blanca, el tratamiento capilar con químicos o productos naturales persigue facilitar el peinado, domesticar la greña inmune a los requerimientos del peine. Ahorro de estirones, no falta de belleza o menosprecio de la epidermis negra. Siguiendo la línea de argumentación en la pieza en el dominical del NYT de principios de este año, Michelle Obama y sus dos hijas buscan ocultar sus orígenes raciales. Nada más ridículo, nada más cínico, nada más estúpido. Treinta y seis horas de castigo bajo uno de esos secadores, no para el pelo sino para el cerebro.

(adecarod@aol.com)

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