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Y dejar que la vida fluya

Hace algunos años le preguntaron al ex-presidente Bill Clinton si le gustaría volver a la Presidencia. Respondió que sí. Le preguntaron si apoyaría una reforma constitucional para eliminar la restricción que le impedía volver. Respondió que no. Para explicar la aparente contradicción, señaló que un político debe diferenciar entre lo que desea para sí y lo que desea para su país. Que el modelo político dentro del cual fue elegido había sustentado siglos de desarrollo. Y que no se reforma la constitución para complacer a los presidentes.

Hace algunos meses, después de la Convención del Partido Demócrata, le preguntaron por qué era ahora más popular que en sus años como Presidente. Su respuesta fue aleccionadora. Explicó que, gobierne uno o dos periodos, en los Estados Unidos los presidentes siempre son más populares cuando salen que mientras están en el poder. Pues como no pueden retornar, no son competencia de nadie.

Clinton fue un Presidente exitoso. Su manejo del déficit fiscal fue un ejercicio formidable de visión y coraje. El crecimiento económico durante su gobierno fue tan extendido que algunos economistas llegaron a predecir que la ciencia y la tecnología finalmente derrotaba los ciclos económicos del capitalismo. Pero el ataque de sus adversarios fue tan brutal que debió sufrir la humillación del juicio político y la amenaza del proceso penal.

Al contestar aquellas preguntas, él sabía de lo que hablaba. Por ejemplo, sabía, por experiencia ajena, que al percibirse como candidato, un ex Presidente queda sometido al escrutinio. No del historiador frío y lejano, como debería ser. Sino de aliados y adversarios que con pasión, parcialidad, prejuicios, afectos o encono, crean y recrean el pasado en busca de los aciertos, desaciertos, virtudes y defectos que puedan ser usados como armas en la competencia política. Y que en lugar de centrar el debate sobre los grandes problemas de la nación, ese escrutinio lo centra sobre un pasado que invade el presente, en su camino hacia las duras contiendas del porvenir.

También sabía, esta vez por experiencia propia, que se puede servir a la nación y al mundo sin ocupar la Presidencia u ostentar un puesto público. Que al salir de la competencia, los peores adversarios comienzan a reconocer los aciertos y virtudes del que fue Presidente. Que lejos de perderlo, el afecto de la población se vuelve más cálido. Y que, jóvenes o viejos, para los individuos, los partidos, las instituciones y los pueblos, siempre es sano enfrentar las incertidumbres del cambio y dejar que la vida fluya.