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Si yo fuera un tomate

La "tomatina" es el peor final posible para un tomate

MADRID. Si yo fuera tomate, el último sitio del planeta en el que me gustaría estar sería Buñol, una pequeña localidad de la provincia de Valencia, en el Levante español, en la que el acto cumbre de sus fiestas patronales consiste en la llamada "tomatina", a la que este año han acudido más de 20.000 personas.

Durante una hora, esas personas se han dedicado, como lo vienen haciendo desde hace más de medio siglo, a lanzarse unos a otros hasta 140 toneladas de tomates.

Ustedes se pueden imaginar cómo quedan las calles del pueblo y cómo quedan los participantes en la "tomatina"; bueno, pues todo el mundo parece divertirse muchísimo, y a Buñol llegan gentes desde Japón (¿dónde no hay un japonés?) o Australia; al parecer, a los australianos también les van mucho estas manifestaciones populares.

Tirar tomates a alguien en plan de desaprobación es algo bastante viejo; al fin y al cabo, un tomate bien maduro, mejor aún sobremaduro, no lastima más que el orgullo de quien recibe un tomatazo; eso sí, deja la ropa para tirar. Pero de lanzar unos cuantos tomates a un desafortunado actor o cantante a empapuzar a una multitud con pretexto festivo, hay un mundo.

Pobres tomates llevados a Buñol. No nacieron para eso. La "tomatina" es el peor final posible para un tomate. No entro ya en si es o no un despilfarro o una provocación: allá cada cual. También entiendo que cada cual se divierte como puede; lo que no entiendo es qué diversión puede haber en lanzar y recibir tomatazos. Pero, en fin, allá cada cual; las fiestas definen bastante a los pueblos que las celebran.

El tomate es, como nadie ignora a estas alturas, una de las grandes aportaciones americanas a la dieta mundial. Los aztecas y consumían este fruto, al que llamaban xitomatl o fruto con ombligo, de donde procede el actual término jitomate usado en México para referirse al tomate rojo. Los españoles lo llevaron a Europa a mediados del siglo XVI; al parecer, aquellos tomates eran parecidos, en tamaño, a los tomates cherry (cereza) de hoy, y su color era más amarillo que rojo.

El tomate no tardó en integrarse en las cocinas mediterráneas. En tanto que los españoles mantuvieron el nombre original (tomate), los italiano le llamaron "manzana de oro" (poma d'oro, de donde el italiano actual pomodoro); los franceses, "manzana de amor" (pomme d'amour) y los alemanes "manzana del Paraíso" (Paradisapfel).

Pero el verdadero éxito del tomate llegó, ya en el siglo XVII, cuando se convirtió en salsa, suceso del que se apropian los napolitanos, que mostraron más imaginación que los buñolenses a la hora de usar el fruto americano.

Hoy, la cocina de todo el planeta sería impensable sin el tomate. Es un verdadero comodín, perfecto por sí mismo sin más añadidos que unas arenas de sal y unas gotas de aceite; imprescindible, hecho salsa, en la mayoría de los platos que llevan la pasta como base.

¿Se imaginan ustedes una pizza sin tomate?? Los napolitanos hicieron de la salsa de tomate y la pizza una de sus más conocidas señas de identidad; los andaluces acabaron incorporando el tomate a su tradicional y humilde gazpacho para convertirlo en una deliciosa sopa fría conocida en todas partes.

El tomate se hizo mediterráneo, y de él surgieron platos magníficos. No quiero ni pensar en lo que hubiera sucedido si los primeros tomates llegados del Nuevo Mundo, en vez de desembarcar en Sevilla, hubiesen caído en Buñol.

Ni pizza, ni gazpacho, ni pasta con tomate, ni nada: tomatina. No; decididamente, si yo fuera tomate trataría por todos los medios de estar bien lejos de Buñol en estos días de agosto. Y, sinceramente, sin necesidad de ser tomate, no tengo la menor intención de acercarme por allí; hay maneras de divertirse que, la verdad, no me ilusionan. A lo mejor es porque no soy japonés. Ni australiano.