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“Te quiero ver negro al sol, así como a los ojos de este Dios azabache”

-Skripca

Es así como viven aquellas personas y personajes, en una danza eterna entre dos tiempos y en una extraña luz nueva que ilumina los rostros de mil colores que corren a mirarla. Una cultura vibrante fundada en un popurrí exquisito que se vive en aquel hermoso maremágnum de color, sabor y religión. Pues todo inicia en un camino eterno por una carretera un tanto inclemente, y soy honesta cuando digo que pensé que jamás llegaría. Pero fue entonces cuando me di cuenta de que había llegado a un lugar mágico, donde había casas de madera, casi agonizante, rematadas en cuidadas puertas de acero, y donde el sol parecía acariciar los arboles con un anhelo casi tierno.

Escuche los cantos ancestrales, el sonido de músicos muchísimos al aire de una pasión euroafricana, entre los salvajes salves en el camino marcado por la candela, siguiendo con su devoción las tradiciones nacidas en una colonia demasiado antigua, demasiado vieja, demasiado asiulda.

Bailar el Palo Abajo con su ritmo al tambor tan negro y sus pasos blancos y etéreos. Menearse con los Ga Ga y temblar con los Palos Altos, intentarlo todo y aun así sentir dentro aquella música sorda que te arrastra junto al merengue y al perico ripiao. Girar y retorcerse, saltar en una alegría explosiva que te consume, una vida nueva en los cantos de una lengua tan extraña como lo es también mi nombre.

Y creo que fue solo por aquel instante de casualidad por el que conocí a tanta gente buena, generosa, amable, y negra. Y es que yo me pinté la cara con los colores de esta raza sin nombre, con dos cruces como el símbolo de una religión sin piel y me entendí como ellos, negra en el corazón de una ilusión sola, parda y blanca para no perecer nunca.