Anomalía financiera

Llamarle innovación probablemente sería un elogio inmerecido. Es más bien una anomalía, resultado de la falta de alternativas efectivas. Pero, como sea, ha sido uno de los cambios más significativos en cuanto al diseño y aplicación de las políticas macroeconómicas.

Hasta hace pocos años las tasas negativas de interés ni siquiera se evaluaban seriamente en los libros de política monetaria. Pagar a alguien para que acepte recibir dinero ajeno parecía ser algo irracional, sin cabida en los escenarios económicos normales. Si acaso se les mencionaba era desde un ángulo teórico, dentro de análisis conceptuales en el marco de modelos econométricos. Hoy en día, sin embargo, las tasas negativas son un instrumento aceptado, con defensores y detractores, en un contexto en que sus consecuencias finales están todavía por verse.

La aparición de esas tasas no se debe a que de pronto, por causa de alguna transformación existencial, se hayan convertido en racionales. Su presencia no obedece a procesos de libre mercado, sino a decisiones de bancos centrales que han cedido a las presiones de que se hagan responsables por los índices bursátiles, aunque para ello hayan tenido que suprimir el rol de la tasa de interés como vínculo entre el dinero y la productividad del capital.

El método utilizado, de poner a circular ingentes cantidades de dinero mediante la compra de bonos gubernamentales y otros valores, ha despojado a personas físicas, fondos de inversión, aseguradoras y entidades financieras de los canales habituales para colocar sus recursos de forma rentable, obligándolos a buscar alternativas más arriesgadas en mercados menos predecibles. De ese modo ha incrementado el riesgo de sobrevaloración de bienes raíces, acciones y títulos de deuda. Y ha beneficiado a gobiernos deficitarios que han visto descender el costo de tomar dinero prestado, motivándolos a posponer la aplicación de medidas fiscales correctivas.

Gustavo Volmar