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Una ciudad ruinosa y deslucida por la acumulación de basura

Antes y después de la separación de Haití se mantuvo el aspecto decadente de Santo Domingo

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Una ciudad ruinosa y deslucida por la acumulación de basura
Un ángulo de la antigua calle El Conde.

SANTO DOMINGO. Una ciudad postrada, ruinosa, con sus bohíos, casas y edificios de los primeros tiempos coloniales en abandono, con calles polvorientas y deslucidas por la acumulación de basura en la que transitaban unos pocos y añosos carruajes, burros y caballos.

Así era antaño la ciudad de Santo Domingo, que pervivía entre muros, mientras en sus alrededores se mantenían la exuberante vegetación tropical, los ríos limpios, las bandadas de aves, el cielo impecable y la atmósfera saludable, que causaba la admiración de los viajeros.

Según David D. Porter, en su “Diario de una misión secreta”, de 1846, en aquella época la metrópoli estaba bien trazada, con calles amplias, aunque algunas lucían rotas e intransitables por los carruajes, “cosa que a nadie” preocupaba, porque solo había “tres volantes y nadie” los usaba”.

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“Les falta limpieza por la costumbre de tirar la basura en medio de ellas para que la lluvia se la lleve. Si les pregunta a los vecinos por qué no la recogen, apelan a la dominación haitiana para justificar su desinterés en hacerlo”, agregó.

Las viviendas, estimadas por Porter en 1,500 entonces, estaban construidas según el modelo español y muy próximas las unas de las otras, “por lo que es raro que no cundan enfermedades”.

Respecto al mercado público lo calificó como “un lugar abyecto”, donde escaseaban la carne, el pescado y los vegetales.

El viajero norteamericano criticaba la infraestructura para el alojamiento, que calificó de menesterosa. Entonces solo había dos hoteles en Santo Domingo, cuyos propietarios exigían no menos de una semana de hospedaje.

Otras miradas

Al retratar la urbe, en una conferencia dictada el pasado año, con el título conferencia “La Ciudad Colonial tal como fue”, el historiador Frank Moya Pons expresó que durante la dominación haitiana, de 1822 a 1844, la ciudad decayó aún más.

Recordó que en sus inicios Santo Domingo era una aldea con casas de paja, ubicada en la orilla oriental del río Ozama, sitio elegido porque en el barranco del afluente surgía una vena de agua potable.

“Las calles eran polvorientas en tiempos secos y se llenaban de lodo en tiempos de lluvia. Estas vías estaban siempre malolientes por el estiércol de los caballos y la basura que la gente tiraba en ellas desde las casas. Un viajero llegó a observar que las calles no las limpiaba nadie pues todos esperaban que las lluvias hicieran esa tarea”, agregó.

Explicó que tampoco la ciudad cambió mucho su aspecto en los primeros años de la República. “Ocho años después de proclamada la independencia nacional la ciudad tenía un rostro de casas corroídas, calles de tierra con profundos surcos llenos de basura y estiércol, ruinas de antiguos templos destruidos por terremotos y saqueados por las autoridades haitianas, lianas colgando por las paredes y raíces penetrando los techos de las viviendas”, dijo.

Evocó que impresionaba a los viajeros, eso sí, la sólida compactación de las viviendas, pegadas unas a las otras, sin espacios intermedios, con gruesas puertas de madera y ventanales enrejados arriba y abajo.

“Nada de pintura, sólo mugre. Al decir de un testigo, el musgo y la mugre eran la pintura de las viviendas y edificios públicos, tanto en los interiores como en las paredes exteriores”, añadió.

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Zona boscosa de antaño. (PUBLICACIÓN DE SAMUEL HAZARD.)

Antiguos arrabales

En el libro “Santo Domingo, su pasado y presente”, Samuel Hazard ofrece una visión sobre los arrabales de Santo Domingo, que entonces se componían de “chozas de madera o adobe, con techos de palmera o paja”.

“Tienen mayor vitalidad las calles que suben desde el muelle y los alrededores del mercado”, escribió el norteamericano, quien visitó Santo Domingo a finales del siglo XIX, como parte de una comisión que evaluaba la posibilidad de anexar la República Dominicana a Estados Unidos, atendiendo a una solicitud del presidente de entonces, Buenaventura Báez, en 1871.

Acerca del comercio, Hazard comentó que era muy deducido y que había solo dos almacenes importantes con surtidos de mercancías.

El extranjero observó que en los muelles, ubicados entre el Pozo de Colón, y en las murallas de la ciudad, donde prevalecía un ambiente bullicioso y singular, encontró grandes cantidades de madera como guayacán, fustete, ébano, palo de hierro y caoba.

Para recuperar fuerzas, dijo, los trabajadores consumían sancocho, ron barato, bollos y otros alimentos.

“Los campesinos de tierra adentro llegan a estos muelles bajando por el río Ozama en sus curiosas canoas construidas de enormes árboles enteros, que propulsadas por su único ocupante recorren cuarenta o cincuenta millas para traer unos doscientos plátanos, que quizás no se paguen a más de treinta o cuarenta centavos la centena; o tal vez el 'canotero' lleve un cargamento más valioso, como dos o tres pedazos de caoba cuyo volumen promedio es de seis pies cúbicos y cuyo precio por unidad no excede aquí de 8 ó 10 dólares”, especuló.

Una escuela miserable

“Recorriendo el lugar me divirtió mucho la visita que efectué a la escuela de la aldea, que consistía en una choza techada con cañas y con suelo de tierra en la que se hallaban sentados en taburetes cierto número de niños de ambos sexos de todos los colores”, relató Hazard.

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El observador agregó: “Me sorprendió ver junto a cada alumno un gallo de pelea atado a una especie de percha; al pedir una explicación de ello a los niños, ellos me respondieron: “Oh, son del maestro, que los hace pelear el domingo”.

Lleno de curiosidad por ver cómo se producía la contienda de gallos, que tanto interés concitaba entonces, Hazard acudió a la gallera de Santo Domingo a primeras horas de una tarde. Y de aquella experiencia escribió: “El lugar estaba atestado, y el reñidero era tan solo una pequeña plaza o círculo de unos cincuenta pies de radio, mucho más humilde que los de la vecina Cuba”.

Además, tuvo la oportunidad de presenciar la celebración del primer día del carnaval y refirió que durante toda la tarde las calles estaban llenas de máscaras y alborotadores, a los que se les concedía mucha libertad en la temporada. “... pero con todo, en los dos o tres días a que se extiende este privilegio, no tuvimos noticias de ninguna conducta desordenada”, agregó.

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