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Caminar Buenos Aires (I)

Cada vez que vengo a esta ciudad algo sucede. Buenos aires celebra su festival de teatro; a eso he venido

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Caminar Buenos Aires (I)

Buenos Aires me recibió con una ola de fuego. 45 grados, escuché en la radio.

–Dan ganas de andar desnudos che –comentó un porteño mientras se desabrochaba la camisa. Caminaré despacio, respiraré profundo
Cada vez que vengo a esta ciudad algo sucede. Una vez las madres de mayo, protestando con razón, otra cacerolazos por los apagones y la terrible inflación, y la bella e imponente ciudad inmutable, como si todo le fuera ajeno y entendiera que todo pasa y que la vida es un soplo muchas veces injusto.

Estoy en un hotel en el barrio Abastos, antes un viejo mercado, donde dicen que nació Gardel, ya eso solo me llena de tango el corazón. Por la ventana de mi habitación veo los techos de los porteños que, desesperados, sudan este verano implacable con ritmo de milonga.

Buenos aires celebra su festival de teatro; a eso he venido. En el hotel me encuentro con amigos teatreros, soñadores como yo que pensamos que la cultura y el arte son la única respuesta para sobrevivir a este mundo que cada vez se nos hace más sórdido y difícil.

Eduardo Sguiglia, el escritor, e Ivo Sifreddi, el titiritero, ya me estaban esperando, ambos amigos queridos.
–Resérvame una noche –me dice el primero-, asado en casa.

El segundo me promete caminar las calles y visitar algunos de los barrios más emblemáticos. Me comprometo con los dos; luego Manuel Aliaga, sobrino heredado de unos compadres entrañables, se comprometió seriamente a que mientras estuviera en la ciudad sería mi sombra y así lo hizo, me sentí protegido.

El portero del hotel me advierte que no saque el teléfono a la calle y hace una señal con la mano moviendo los dedos como si tocara el piano en el aire. Entiendo. Y luego me guiña el ojo mientras agrega: “mucho pillo suelto”.

–Hace tres días que no hay energía en mi barrio –me dice Manuel y añade muerto de risa– y estoy haciendo ejercicio pues vivo en el piso once.

Me río y comento en voz alta: “qué maravilla que seamos tan parecidos, él no entiende”.

El programa del festival es extenso y variado, teatro, teatro, teatro, una sobredosis de esa medicina que me alimenta y fortifica el alma; me mediqué de inmediato. Lo maravilloso de estos festivales no es solo el escenario citadino donde se realizan, sino la cantidad de amigos que van surgiendo en ellos. Se conjugan la gran mayoría de países hispanohablantes, las tertulias, los intercambios, hasta desayunos, almuerzos y cenas son ocasiones para conversar, aprender y nutrirnos de experiencias vividas.

Adriana, la del festival de Cali, me acompaña en uno de los recorridos.

A Adriana la conocí cuando fui a su ciudad llevando una obra mía y tuve la oportunidad de presentarme al lado de esa gran actriz colombiana Viqui Hernández.

–¿Taxi o caminamos?
–Caminemos y así disfrutamos del paisaje urbano y su gente. Cuando estoy de viaje es lo que más disfruto.

Hace un calor desproporcionado, me suda hasta lo que nunca me había sudado en mi vida.

La conversación surge de inmediato, le pregunto por su país, por su festival, por su compañero y, de repente, me habla de Frenesí, su gato.
–No sabes cuánto lo extraño –y sin esperar mi comentario agrega– me lo encontré en la calle y lo amo con locura, –y continúa sin respirar– está enfermo, tiene sida.
–Nunca había oído hablar de un gato con sida.
–Bueno, –me aclara al ver mi rostro –es una enfermedad entre leucemia y sida
–¿Y cómo lo sabes?
–Le hicimos todos los análisis y eso me informó el veterinario.
–¿Y le dan medicinas?
–Medicina homeopática –contesta seriamente.
Pongo cara de preocupación.
–Pero el gato es muy cariñoso y nos llena la vida, además no es cáncer.
Lo único que se me ocurre decir es que tengo muchos amigos que tienen gatos, esta historia supera cualquier obra que veamos. La ciudad se enternece.

Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.