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Mi princesa de los zapatos rojos

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Mi princesa de los zapatos rojos

Acaban de mencionar su nombre. Ella se levanta con la elegancia que la caracteriza, su papá la toma del brazo y comienzo a recordar. Ha sido algo automático, como si mi cerebro esperara ese momento para disparar todas las emociones.

–Abuelo –apenas una niñita me dijo al ver mi maleta y que salía de viaje –tráeme unos zapatos rojos.

Tres o cuatro años tendría la niña, no recuerdo.

–¿Rojos? –pregunté.

–Sí Abo –respondió–.

Y en ese instante supe que era el encargo más importante de ese viaje a Canadá. Llegando, les dije a mis amigos:

–Ana me ha pedido unos zapatos rojos y antes de hacer absolutamente nada debo saber dónde puedo comprarlos.

Dicho y hecho. Los puse en mi maleta y durante todos los días que estuve en ese país, los sacaba y los acariciaba pensando en ella. Era mi primera nieta, Ana Marina. Han pasado 18 años, la niña se convirtió en princesa, mi princesa, y para mí tan bella por dentro y por fuera que cuando la miro me deslumbro. Los aplausos me despiertan, el presentador de los graduandos de bachillerato del colegio comienza a comentar sus cualidades estudiantiles, babeo, un abuelo en su salsa, tengo miedo de que los demás se den cuenta de la emoción que me embarga, la más linda, la más inteligente, no puedo controlarme, las lágrimas amenazan con salir pero las controlo, cuando dicen que es Magna Cum Laude el corazón intenta salirse de su curso y los sístoles y diástoles se disparan y entran en modo merengue.

La vida cobró todo su sentido cuando nacieron mis nietos, fue como el toque de felicidad que completaba un ciclo y Ana Marina fue la primera. Luego Elena, Juan Pablo y Catalina. Y aquí se desbordó la copa.

Ana Marina camina lentamente hacia su puesto, se arregla el pelo, coquetamente se ajusta su toga, la sonrisa jamás ha dejado de habitar su rostro, sonríe con todo el cuerpo. Ha trabajado duro, lo sé por las tantas veces en que la he invitado a salir y me ha dicho ‘no puedo tengo que estudiar’, tantas veces que me he quedado con deseos de verla, de conversar con ella. Yo también he pagado un poco el precio de su excelencia por todas sus ausencias, pero todo ha valido la pena.

Le entregan su diploma, el papá orgulloso la mira satisfecho, todos se besan.

Ana Marina se dirige a su asiento y se sienta, todavía la sigo aplaudiendo, casi haciendo un solo, desde donde estoy mi mirada fija en su birrete, conversa con la amiga a su lado, siento que la felicitan, el orgullo me invade, la satisfacción de un abuelo viejo que sabe que el atardecer está cerca y se acerca a su noche, vive de recuerdos.

Ana, te escribo hoy para darte las gracias por quien eres, por lo que logras por ti misma, por el futuro que será tuyo, gracias mi princesa de rojos zapatos, para mí siempre serás la niñita que cuando apenas podía hablar me abría sus brazos y me daba un abrazo y un beso. Dios te bendiga siempre.

Ilustración: Ramón L. Sandoval