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Navidad en julio

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Navidad en julio

Amelia siempre fue una muchacha diferente. La recuerdo con sus sombreros y bufandas cuando para nada estaban de moda esos atuendos, la recuerdo llena de flores, hablando inglés o francés con el escaso vocabulario que poseía y atreviéndose a conversar con quienes dominaban esas lenguas. Amelia fue la primera que aprendió a bailar rock and roll y cuando Bill Haley y sus cometas aparecieron en una película en el cine Rialto se subió al escenario sorprendiendo a todos. Nunca olvidaré su risa, su alegría contagiosa, sus comentarios apasionados de cuanto libro leía. Todos queríamos ser amigos de Amelia.

Si de algo estábamos seguros era de que con esa muchachita de pecas y larga cabellera negra, aburrirse a su lado era imposible.

Salir con ella era arriesgarse a lo inesperado, pasar de lo sublime a un extremo acto de ternura. Su pasión por los niños especiales, su búsqueda constante de Dios, su preocupación por un mundo más justo, sus descabelladas subidas al pico Duarte y la austeridad con la cual asumía la vida.

Cuando se casó pensamos que no duraría, y todos nos equivocamos. Encontró el marido perfecto para quien todas sus excentricidades eran motivo de celebración. Una mañana nos comunicó que había sido bendecida y tendría mellizos, casi se nos muere en el parto. Una Amelia sonriente y desfallecida nos recibió a todos sus amigos rodeada de Marcos y Pedro, sus robustos hijos, en la clínica. Los nombres fueron sacados de una película que la había impresionado en su infancia, el marido no hizo comentarios, todos dijimos ‘son las cosas de Amelia’.

Pasaron los años y todos envejecimos como es la ley de la vida, algunos con más gracia que otros, Amelia embellecía con los años.

No nos sorprendió cuando en julio nos invitó a una cena de Navidad. Y no olviden traer sus regalos. Era costumbre en su casa que en cada Navidad todos sus amigos trajeran un regalo para un niño y lo pusiéramos en el bello árbol lleno de lucecitas blancas. Otra locura comenté, Navidad en julio, pero todos los amigos nos reímos y nos prestamos al juego. Yo compré una patineta, otros juegos de bingo, muñecas y nos prestamos a pasar una alocada noche navideña donde no faltarían los villancicos, el puerquito asao, los lerenes y pan de fruta en la mesa.

Esa fue la noche que la vi llorar, pero no entendí. Amelia era a veces inexplicable y todos la queríamos sin hacer preguntas, siempre llegábamos a la conclusión de que era diferente, pero que su locura, si es que se podía llamar locura, era inofensiva y nos alegraba a todos.

En el momento de la cena hizo un emotivo discurso, nos agradeció la amistad de tantos años, dio las gracias a su Dios, siempre hablaba de su Dios por todo lo recibido, y muy especialmente por su marido e hijos. Esta vez nos sorprendió cuando uno a uno nos fue dando un beso y un abrazo mientras nos decía, gracias y feliz Navidad.

En noviembre de ese mismo año Amelia se nos fue y todos sus amigos comprendimos entonces la Navidad en julio. Su marido nos confesó que le habían diagnosticado una enfermedad, que los médicos no le garantizaban la vida y que ella le había pedido que guardara el secreto y le ayudara a despedirse con su fiesta preferida: la Navidad.

Cuento la historia porque ya es Navidad y mientras contemplo el pequeño árbol de mi casa no puedo dejar de pensar en ella. Hoy saldré a buscar un regalo para un niño de los olvidados y en su nombre, como tantos años anteriores, lo llevaré en esta Navidad.

Ilustración: Ramón L. Sandoval