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La fuente de la eterna juventud

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La fuente de la eterna juventud

Hace algún tiempo, tras semanas de barajar opciones, tomé decisiones importantes. Decidí que ya que no podía parar el efecto de los años que inexorablemente me caen encima, sí tendría mucho que decir en cómo los viviría. ¡Y vaya que los viviría!

Hice un inventario de cosas por hacer y me decidí por dos: tendría cuadritos en la barriga y un nuevo título universitario. Cuando lo comenté entre mis íntimos, la reacción pasó de la estupefacción a la risa histérica. Mi mamá pensó de inmediato en una menopausia temprana y algún osado sugirió depresión post–parto, dieciocho años después del último.

Como es usual en mí, no hice caso. Me inscribí en pilates y, superado el miedo inicial de romperme la espalda, puedo anunciar orgullosa que he recuperado la flexibilidad perdida, que no me suena ningún hueso y que los cuadritos... vienen en camino.

Luego, los estudios. Por aquello de que las neuronas no se regeneran, al principio pensé que me iba a dar más trabajo. Por el contrario, aprendí que los estudios se disfrutan más cuando tienes la experiencia para razonar y poco tiempo para perder. Al margen de conocer gente interesante y de vivir al límite entre los trabajos, los hijos, los pagos y las tareas, ha sido un ejercicio de sociología interesante cuando la comparo con la experiencia anterior de muchísimos años atrás.

Todos los alumnos llegábamos a clases arrastrando algún bulto y sin preocuparnos del maquillaje. Los recesos se aprovechaban para chequear sobre los hijos, los maridos y los correos. De vez en cuando alguien se acordaba de la dieta mientras disfrutaba una empanada, pero rápidamente lo olvidaba cuando pedía la otra.

Repasando la experiencia, puedo resumir diciendo que valió la pena el esfuerzo y el tiempo invertido. Volver al aula significó reencontrarme con el ratón de biblioteca que habitaba en mí, con Google a un click de distancia. La amistad que se generó en el grupo, a base de sufrir y disfrutar juntos, ha permanecido y se refuerza con el tiempo.

Ahora, cuando más cansada estoy, la gente dice que luzco más joven. Los dolores de espalda han desaparecido y las ojeras se cubren naturalmente con una gran sonrisa. Parece que me llevo el mundo por delante justo cuando estaba supuesta a tomarlo más suave ahora que las hijas están a punto de abandonar el nido.

Resulta que cuando tomé en serio los ejercicios, valoré la importancia de cuidar mi cuerpo sin descuidar el espíritu. Cuando estudié en la plenitud de mi segunda edad, valoré la experiencia del aprendizaje y los amigos que hice en el camino, más que el título que me otorgaron y que hoy reposa, medio empolvado, en un librero. Creo que a eso le llaman “madurar”.

Finalmente aprendí, con mucha prisa y a mucha honra, que la fuente de la eterna juventud la llevaba dentro y no tenía que ver con potecitos de crema ni tratamientos estéticos. La encontré justo cuando busqué algo en qué ocuparme fuera de los problemas cotidianos y cuando me decidí a hacer algo por mí, para mí misma.

Me encantaría invitarte a cumplir tus sueños. ¿Qué te falta por hacer?

Ilustración: Ramón L. Sandoval

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.