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31 de diciembre

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31 de diciembre

Me acosté a las 10:30 p.m. Habíamos planeado estar tranquilos mi esposa, mis hijos y nietos. Un 2017 que finalizaba con la triste despedida de un hermano. Sin dramas, sin lágrimas, decidimos estar juntos y sin muchos espavientos, sin expresar nada, que la sola presencia fuera el testimonio del amor que nos tenemos. Mi hijo mayor cocinaría un ceviche. En la mañana fui al puerto de los pescadores en Las Terrenas y compré todo el Dorado que pude. Se habló de hacer un moro de guandules, que gustaba a todos, y con la tarta de yuca, la ensalada de lechugas y manzanas, el menú estaría completo.

Durante gran parte de la noche la abuela pidió que pusiéramos música relajante; apareció el concierto número dos de Rachmaninoff, que se repitió varias veces, mientras cada uno hacía lo que quería: Juan Pablo, mi nieto, dibujaba, Catalina patinaba de un lado a otro, Ana Marina mandaba whatsapps y hablaba por teléfono, Elena hacía su postre favorito de galletas y chocolate, y así cada uno celebraba un fin de año a su antojo. Yo, en pantalones cortos y chancletas, los miraba mientras bebía una copa de vino. En un momento la abuela quiso que bailáramos, no sé de dónde broto un merengue y todos nos pusimos a bailar, algunos con mejor ritmo que otros; de repente un tremendo aguacero cayó sobre la playa, agua como para lavar lo viejo y dejar que esperáramos el nuevo año bañados y bendecidos por el cielo. Fue un aguacero instantáneo y decidido, al poco rato desapareció con la misma naturalidad con que nos sorprendió y la luna muy llena volvió a sonreír pidiendo disculpas. Aproveché para comunicarles a todos que en mis 75 años quería que hiciéramos un viaje todos juntos, que este año cumplo 74 y tendríamos todos que comenzar a ahorrar para lograrlo. No nos pusimos de acuerdo en el lugar que visitaríamos, lo que las nietas exigían era que hubiese nieve, que fuera invierno y que no pasáramos de diez días.

Alquilaríamos un apartamento de tres habitaciones y asistiríamos a todas las actividades culturales que pudiéramos y daríamos grandes paseos; a la abuela no le gusta el frío, ya veríamos cómo la protegeríamos, dijo uno, pero no la podemos dejar. Al llegar la cena, Laura –la nuera– hizo la bendición, pidió por tantas cosas y dio gracias por tantas otras que la boca se nos hizo agua contemplando la comida, y cuando terminó el amén de todos fue agitadísimo.

–Buenísimo el ceviche –comenté–, todo está espléndido, es la mejor cena de Año Nuevo que he ido en mi vida, así debemos de hacerla siempre, nada de vestidos ni disfraces, nada de orquestas, nada de falsos abrazos (eran los comentarios) y que cada uno se acueste cuando quiera.

A las doce, acostado en mi cama, escuché explotar algunos cohetes. Entraron cada uno de mis nietos a la habitación, Catalina la primera y dándome un beso en la frente me dijo ‘felicidades abuelito’, luego el abrazo de Ana, otro de Elena y por último Juan Pablo.

Me volví a dormir y soñé que era un abuelo feliz y que la vida me lo había dado todo y más. A la mañana siguiente me levanté temprano, fui a la galería a recibir el sol y un ruiseñor se posó en la baranda. El mar me hizo coro.

Ilustración: Ramón L. Sandoval