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Abuelita Marina

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Abuelita Marina

Mi abuela Marina era una mujer feliz. Cada día de mi vida la recuerdo. Es más, me atrevería a decir que parte de mi alegría se la debo a ella. Son tantas las anécdotas que almaceno que con solo evocarlas surge la sonrisa.

He escrito varios artículos de ella y trato de no repetir sus ocurrencias. Yo era su hijo-nieto favorito, me atrevo a decirlo hoy a tantos años de su partida. Mis primos que están vivos lo saben, no era un nieto más, era el más mimado, el más querido y su compañero de aventuras. Donde ella fuera, la exigencia era que su Freddy estuviera también. Mis tías, cuando era niño, lo lamentaban mucho. Era un niño muyyyyy travieso y además creativo. Supe casi quemar un apartamento en New York y, sin querer, jugando a vaqueros, llevar a la horca a un amiguito. No se murió de milagro, de haberlo hecho hubiera sido el primer niño condenado a cárcel con 5 años.

–Pero, ¿y de dónde carajo ha salido este niño? –escuché muchas veces decir a mi alrededor.

Un castigo ejemplar era mandarme al cine a las tandas corridas que había en esa época.

–Llévenlo al Santomé –cine que quedaba en la calle El Conde- y lo recogen a las siete para que se bañe, cene y a la cama.

Desde las tres de la tarde, sumergido en la oscuridad maravillosa del cine, viendo todas las veces que podía y adivinando muchas veces los diálogos, vi Alí Baba y los cuarenta ladrones. De ese maravilloso castigo viene mi afición por el séptimo arte.

Abuelita visitaba en las tardes a sus amigas y, aunque no me gustaba, tenía que acompañarla.

Nunca olvidaré que llegamos a una casa y una de ellas se había muerto. Nunca me han gustado los muertos, prefiero desde que nací a los vivos, aunque son más peligrosos, pero me gusta correr riesgos. Llegamos, antes se velaba en las casas. Mi abuela no paraba de llorar y rezar.

–Pero ¿y como fue? –preguntaba–. Si estaba tan joven, la muchacha tenía 80 años.

Yo, asustado, no quería verla.

–Hay que ponerla en la caja que ya llegó –dijo alguien.

Me escondí de inmediato detrás de una silla temiendo lo peor. Yo era un niño grande y corpulento.

–Freddy, ven a ayudar.

Abro los ojos tan grandes que pienso que se me saldrán de las órbitas. Me hago el sordo.

–Freddy que vengas, ayuda que eres el único hombre, cógela por los pies –me ordena la abuela.

Tiemblo como hoja al viento. Alguien me empuja y ahí me veo de frente a una cara gris muy arrugada. Sospecho que me mira, nunca he tocado un muerto, no sé si llorar o salir corriendo.

–Aprieta bien que no se te caiga y cuando diga tres la cargamos.

Dos mujeres del servicio son las que hablan. Agarro duro, respiro profundamente entre el horror y el pánico. La viejita creo que me mira, alguien reza un rosario en voz muy alta, han llegado más señoras del barrio, entre suspiros y déjenmela levanto la parte que me corresponde. Un pie se me desbanda, oigo un grito: ¡que se cae!, ¡que está respirando!, ¿fue ella la que se movió? Estoy tieso como un palo, meto mi parte del cadáver y me quiero retirar de inmediato. Mi abuela me sujeta y me pide que recemos algo por Adela, me escucho en un Ave María temblorosa.

Ay, mi abuelita Marina, salgo corriendo y la espero en la puerta, sin poder controlarme me puse a llorar. Ese fue mi primer muerto, no sospechaba en ese entonces todos los que me faltaría por ver,

Por ese momento he hecho de mi vida una celebración. Que nada ni nadie me arrebate mi alegría, el tiempo es corto.

Ilustración: Ramón L. Sandoval