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Barajas

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Barajas

Estoy en Barajas, el aeropuerto de Madrid (España). La primera vez que vine aquí, por los años 60, me tomaron una foto al bajarme del avión. Me sentí importante y pensé que me habían confundido con algún artista famoso, luego supe que era un negocio y a la salida te vendían las fotos como recuerdo. Pensé dos veces si la compraba o no, pero en ese momento creí que era el trofeo de haber por fin conquistado Europa y así fue. No sé dónde estará esa foto pero la recuerdo perfectamente, tenía una gabardina prestada muy elegante, creo que era de mi primo Toni que viajaba constantemente. Tenía un aspecto internacional y hasta una bufanda colocada de forma casual, como había visto en las películas. Me sentía bien. En esa época trabajaba en una agencia de viajes y entre todos mis compañeros habían hecho una colecta para colaborar con mi viaje. Tenía el dinero contado, visitaría tres ciudades: Madrid, París y Roma. Tenía un miedo espantoso, el asombro no se me desdibujaba del rostro, todo era la primera vez. Madrid me deslumbró, allí me encontré con dos amigas muy queridas, Raysa y Toñita, que estaban alojadas en el Colegio Mayor. Como los hoteles y pensiones de la ciudad estaban copados por visitantes que habían acudido a no sé cuál convención, y las pensiones que yo podía pagar estaban también llenas, esa primera noche dormí en la casa del taxista, quien me cobró veinte dólares y despertó a su mujer para que me dejara la cama. Aventura de un joven flaco y feo pero muy simpático que lo convenció, ya muy agotado, que lo dejara dormir. No dormí nada pues pensaba que me matarían para robarme; en esa época leía mucho a Agatha Christie y los asesinatos constantes de sus novelas me tenían muy impresionado. Pasé tres días intensos con mis amigas visitando todo lo que pude; luego me fui a París por otros tres días y recuerdo haber llorado al subir a la torre Eiffel al pensar en tantas personas con las cuales me hubiera gustado compartir el paisaje urbano de la Ciudad de la Luz. Dormí en un hotelito barato que me pareció extraordinario; en la mañana me desayuné con los mejores cruasanes de mi vida, no los he vuelto a comer iguales, quizás era el hambre.

Luego de haber caminado la ciudad donde hablaban el lenguaje de mis abuelos Giudicelli, me fui a Roma y aterricé en el aeropuerto Fiumicino, donde los hermanos Cuello me esperaban. Se me acabó el dinero y Rafuche, mi amigo, me llevó a su pensión a terminar mi glamorosa excursión.

Europa me enamoró al instante, la Madre Patria me cautivó, y así cada una de las capitales que visité prometiéndome volver cada vez que pudiera. Y así ha sido.

Barajas ha crecido y se ha convertido en un puerto de ciudad inmenso donde perderse es muy posible, ahora los aeropuertos son tiendas, restaurantes, lugares de masaje, etc, etc, etc.

Viajar se ha complicado mucho, hay casi que desnudarse al atravesar cada uno de los chequeos, quitarse los zapatos, la correa por favor, el reloj, todos los metales fuera. A una pobre señora de avanzada edad la vi depositar su caja de dientes en la bandeja, el grito del aduanero la sobresaltó y, de inmediato y mirando a todos lados, con discreción absoluta, la devolvió a su lugar. Yo me hice que no había presenciado nada.

Luego, con una candidez y dulzura, me regaló su mejor sonrisa. Le agradecí el gesto. Quizás algún día me toque a mí.

Viajar con todos estos inconvenientes que hemos heredado del miedo, a pesar de todo, sigue siendo la mejor manera de aprender que el mundo ya no es ancho ni ajeno, sino pequeño y retador.

Ilustración: Ramón L. Sandoval