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Es una sensación extraña, dolorosa, que te lleva a las lágrimas. Acabado de regresar de viaje, estoy en la aduana, miro mi celular y tengo el impulso de llamarlo, de decirle que lo quiero, preguntarle qué hizo en mi ausencia, decirle que lo recordé cuando fui a un restaurante y me comí un manjar que imaginé le gustaría. Es duro.

Y me niego a quitar su número de mi celular, es como si definitivamente lo despidiera y no quiero. Toda una vida juntos, era mi compañero de juegos, mi confidente. Cuando se fue a España a estudiar sabía que iba a ser el mejor médico y cuando se casó con la compañera de sus sueños celebré hasta el amanecer su alegría. Sus hijos son como si fueran míos y sus nietos también.

La muerte ocurre lentamente, voy muriendo con los que se van primero, somos como lienzos que van languideciendo y perdiendo su color con el transcurrir de los años, y aunque los recuerdos ayudan a mantener vivos a quienes han partido, no es lo mismo. No vale. He querido ser fuerte, aparentar que nada sucede, que todo sigue igual, pero es mentira; algunos días me consuelo pensando en el reencuentro pasado el umbral y eso me conforta. Todo es misterio. Como la vida misma. Menos mal que nos quedan las lágrimas, ese desahogo vital que nos evita entrar en la absoluta melancolía.

Me invento la vida cada mañana, perder un hermano, un amigo, un ser querido, cualquiera que sea es una dura prueba y mucho más si no la esperabas. Es como que de repente se te hace un vacío que no tiene explicación ni reemplazo. Debes aprender a pasarlo, el tiempo nos ayuda pero el viacrucis es doloroso. Y luego vienen los insomnios, el temor a que se repita, comienzas a valorar más tu entorno, a entender el valor del tiempo, a multiplicar los abrazos, a saborear los instantes vividos en armonía y paz, comienzas a despejar los espejismos, a no dejarte engañar tan fácilmente por los bailes de disfraces, a saber que el dinero es traicionero y que el silencio y la soledad son tus mejores aliados.

Entonces una mañana te levantas y crees que lo has superado todo, que la sonrisa vuelve a dibujarse en tu rostro espontáneamente sin necesidad de fingirla, te lo crees, insistes en creértelo pero en el fondo sabes que hay heridas que son y serán para siempre, que jamás cicatrizan, que no pueden olvidarse porque te han tocado el alma y te la han marcado para siempre, pero te sabes pasajero en tránsito, que tampoco puedes escapar de tu sentencia vital. Quizás lloras o caminas, o bailas o te llenas de ruido para escapar de esta ausencia, y al final acabas aceptándolo como algo que es parte del negocio de vivir.

Nada. Dejé que surgieran las palabras, que la emoción brotara sin tapujos, desnudar mi fragilidad que es la de todos, y confesar que los hombres felices también lloramos mucho.

Ilustración: Ramón L. Sandoval