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La fiesta en la funeraria

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La fiesta en la funeraria

Es increíble cómo hemos convertido un lugar solemne y de recogimiento en el nuevo sitio “chic y caro” de la ciudad. Si usted quiere ver, y dejarse ver, no vaya al restaurante caro de nombre exótico, póngase su mejor trajecito negro y acérquese a la funeraria más cercana.

El otro día, luego de visitar a personas muy queridas y acompañarlas en un momento tristísimo, escuché las quejas de mucha gente sobre el ambiente “poco apropiado” que se respiraba. Estuve de acuerdo y me dediqué a observar. En ese momento, una joven de unos 25 años, vestida para matar (con escote incluido), maquillaje profesional y recién salida del salón de belleza, hizo su entrada triunfal.

De más está contar que ni el fallecido, ni sus familiares parecían importarle mucho. Saludó, hizo preguntas indiscretas sobre los detalles de la muerte, se sentó, sacó su celular y se puso a chatear. Cuando terminó de revisar sus numerosas redes sociales, se dedicó a mirar alrededor y buscar conversación hasta que encontró con quién hablar y no paró jamás. Y no hablaba bajito tampoco. Le llovían las “cortadas de ojo”, pero ni se inmutaba. El cuento de su última aventura amorosa estaba llegando al clímax y faltaban los detalles más picantes.

En el área exterior, la gente llegaba para conversar del amor y la aventura. Se apresuraban a llenar el libro de visitas para dejar constancia de su presencia. Por supuesto, había todo tipo de vestidos y atuendos espectaculares, más apropiados para un cocktail que para una funeraria. La conversación se puso divertida, hubo carcajadas y risas estridentes, tanto que un cura de una sala contigua tuvo que mandar a callar porque no le dejaban terminar una misa de cuerpo presente.

Que conste que no estoy propugnando que la gente llegue como plañidera pagada a llorar muertos ajenos si no lo siente así, pero el recogimiento, el comedimiento y la buena educación deben ser la norma en una funeraria, si no por respeto al muerto, al menos por consideración a sus deudos. Supe de una viuda que, al ver la actitud de los presentes en ese mismo lugar, los mandó a sacar a todos y cerró la sala. Se quedó solo con aquellos que fueron a acompañarla y darle apoyo. Mucha gente la criticó, incluso llegaron a cuestionar su estado mental ante el dolor de la pérdida, pero intenté ponerme en su lugar y la entendí.

Unos minutos más tarde, el hijo del fallecido intentó salir hacia el salón exterior. Cuando observó el ambiente, con gente compartiendo videos de celular, haciendo chistes subidos de tono y hablando de su próximo procedimiento estético, se apresuró a entrar, no sin antes dejar ver su tristeza y decepción. Seguro que pensaba que su padre, que en vida fue un hombre amable y solidario, que odiaba las funerarias, pero que era el primero en presentarse a dar el pésame, habría sentido vergüenza ajena.

No hace mucho, en este mismo país que hemos ido perdiendo a retazos, asistir a un velorio no era un evento social, sino un compromiso que hablaba de amistad, de honra y de respeto.

La fiesta en la funeraria siguió un par de horas más. Solo faltaron los camareros, música de ambiente y los canapés. Seguro que alguien criticó esa falta de consideración con los invitados, sarcasmo incluido...

Ilustración: Ramón L. Sandoval.

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