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¿La figura o la vida?

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¿La figura o la vida?

Ya pasa por normal la noticia del fallecimiento de jóvenes mujeres tras practicarse cirugías estéticas. Veo las fotos y es de rigor preguntarse ¿Era necesario tomarse el riesgo? ¿Desde cuándo “lucir bien” puede costarnos la vida?

Confieso que el tema me sobrecoge y me apena. Pienso en las familias de esas muchachas, destrozadas, que teniendo la vida por delante escogen la opción del bisturí para “verse mejor” y terminan en un ataúd.

Recuerdo cuando tuve a Mariamelia, mi hija mayor, a los 25 años. De no haber tenido un “chicho” jamás, me vi con barriga y más cadera de la necesaria. Lejos de desesperarme, entendí que era un proceso normal y había que vivirlo. A los seis meses ya había perdido las libras que había ganado durante el embarazo haciendo poco más que cuidar a la bebé. Cinco años después tuve a Salomé y, honestamente, con tanto trabajo y tan poco sueño, me importaba muy poco lo que colgara o sobresaliera. De hecho, todavía relajo con el “baby fat” que conservo de mi segundo y último parto, ¡hace más de 16 años!

Quizás sea un defecto en mi crianza; quizás alguien me enseñó a aceptarme como soy y a entender que las modas son pasajeras, que lo bonito o lo feo es cuestión de perspectiva y que ningún hombre (o mujer) tenía derecho a criticar mis senos que habían dado vida y alimento en abundancia.

Es cierto que somos dueñas de nuestro cuerpo y que podemos hacer en él lo que queramos, pero lejos de ver “mejoras”, lo que se evidencia es una fábrica de maniquíes con medidas antinaturales que requieren más trabajo de mantener que llevar una rutina saludable de ejercicios y una nutrición adecuada.

Que una mujer de 20 años, en perfecto estado de salud, prefiera entrar a un quirófano antes que a un gimnasio para conseguir ciertas medidas, me supera la lógica y los sentimientos. Y que lo haga para parecerse a otra, es para no creérselo. Afortunadamente la inmensa mayoría sale viva, aunque “mejor” sea cuestionable.

El otro día me tocó viajar al exterior al lado de una joven que me confesó que acababa de pasar por un “proceso”. No debía tener más de 25 años. Parecía una momia, vendada de arriba a abajo y no podía ni sentarse derecha para soportar un vuelo de al menos tres horas. La pobre no quiso tomarse un vaso de agua para no correr el riesgo de ir al baño. Yo lo único que le pedía al Señor es que no le fuera a explotar nada a consecuencia del cambio de presión en la cabina. Qué estrés.

A veces me pongo a pensar... ¿El cuerpo puede re-modificarse cada vez que alguien quiera como si fuera de masilla? ¿Qué va a pasar con esa inversión en postizos, extensiones y nalgas kardashians cuando pasen de moda?

Que conste que no tengo nada en contra de la cirugía estética: si llegara a necesitarla, me pondría gustosa en manos de un profesional calificado, pero tendría muy claras las razones y la bendición de los que me quieren; jamás lo haría para parecerme a otra o deslumbrar a nadie.

Aceptarte como eres, con nariz, orejas, canillas y chichos; aprender a amar las imperfecciones que te hacen única puede parecer una tarea difícil, pero es el reto de cada mujer, todos los días.

Ilustración: Ramón L. Sandoval.

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