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Ligia

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Ligia

Llegaba inesperadamente, casi siempre en las mañanas. Algunos días, los menos, con una triste sonrisa dibujada en el rostro. Tocaba mi puerta y, sin importar quién estuviera, entraba.

–No quiero molestar –decía.

–Nunca molestas.

–Veo que estás ocupado.

–¿Quieres café?

–No, gracias.

–Andaba por aquí y quise saludarte.

–Siéntate un rato.

–No, gracias, veo que estás ocupado...

Y yo entonces hacía un paréntesis con la persona que estuviera y salía con ella al jardín a intercambiar unos minutos. La tristeza era su única compañera.

–Estoy muy sola –iniciaba–, salgo a caminar para ocupar el día, se me hace muy difícil todo, no tengo con quien hablar.

Una vez le dije que iba a hacer un club para las personas solitarias que quisieran encontrarse para conversar, se le iluminó la cara.

–Yo vendría todos los días –me dijo–. No sabes lo difícil que es estar sin nadie con quien compartir, todo el mundo está ocupado y paso los días sin sentido, he perdido el deseo de vivir.

Entonces le hablé de Dios, de buscar ayuda.

–No voy a la iglesia –me contestó rotundamente–, a Dios lo busco por mi lado, no necesito de ningún cura.

–No es un cura –intenté de nuevo–, es una comunidad que conozco a la cual me gustaría llevarte.

–No, gracias –contestó casi llorando.

–Me voy –me cortó y sin decir más se fue lentamente.

La vi de espaldas, llevaba un paraguas en la mano por si la lluvia le hacía compañía, había tanta tristeza acumulada que mi corazón se sintió contagiado.

Esa mujer era mi amiga, la conocía desde hace muchos años y la visitaba a su casa. Luchadora, de personalidad fuerte, amiga de sus amigos, incapaz de molestar a nadie, celebradora de la vida, fueron muchas las tardes en su pequeño balcón que compartimos alegrías.

Cuando me dijo que se iría y que abandonaba al país le rogué no vendiera su casa, me dijo que había llegado el momento de reunirse con su familia, un hijo y un nieto que vivían en el extranjero. La vi partir ilusionada.

–Voy a escribir ahora con más tranquilidad.

El espejismo de otro país y otra cotidianidad la entusiasmaron.

Una mañana, varios años después, regresó. Ya no era la misma de antes, la sonrisa permanente se había esfumado, su conversar enérgico, sus permanentes planes de futuro habían desaparecido.

Mi amiga había dejado de ser ella para convertirse en otra. Como si un ciclón la hubiera devorado por dentro, el brillo de sus ojos se había opacado y no tenía ninguna ilusión por la vida.

–Recuerda, amiga, que siempre está Dios –le repetía constantemente.

–Sí, ya sé Freddy, pero esta tristeza no me la quita nadie.

Hoy me acaban de llamar para decirme que mi entrañable amiga decidió quitarse la vida, decidió acabar con ese cansancio que se había hecho rutina, y con su muerte ella no sabe que ha abierto en mi corazón una herida para siempre.

Espero que mi Dios le haya devuelto la paz y la alegría, espero.

Ilustración: Ramón L. Sandoval