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Mami, quiero ser una princesa

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Mami, quiero ser una princesa

Reconozco que era una escéptica acerca del efecto de la televisión en las mentes juveniles a pesar de todas las pruebas en contrario. Y esto viene a cuento al recordar entre risas una anécdota familiar que protagonizó mi hija Salomé viendo hace unos años una “boda real”.

En ese momento, el enlace de Catalina y Guillermo de Inglaterra acaparaba la atención del mundo y todos los noticieros. Semanas de exposición previa llenas de historias de grandes amores de la realeza y una transmisión en vivo colmaron la mente y la imaginación de mi bella Salomé, la menor de mis hijas, que en ese momento tenía poco más de 10 años.

¡No lo vi venir, lo juro! Todo comenzó con preguntas triviales que me llenaron de orgullo maternal. Su repentino interés en conocer “si alguna vez fuimos una monarquía” me llevó a una disertación extensa sobre el virreinato de don Diego Colón y el infame de Pedro Santana con su afán de anexarnos a la Corona cuando ya habíamos probado aires de libertad.

Mi orgullo llegó al paroxismo cuando en la noche me hizo señalarle uno a uno los países del mundo con monarquías reinantes. Terminamos la mini clase de geografía y, ¡oh desastre!, se me ocurrió preguntarle sobre la “tarea” que estábamos trabajando en conjunto. Salomé, muy digna y compuesta, me respondió que quería ser “princesa” de verdad como Catalina y que estaba verificando conmigo el país más idóneo para reinar.

Pasados los 30 segundos de rigor, e intentando callar una carcajada histérica, le comenté muy digna y compuesta que no tenía planes de vivir en Noruega en los próximos cinco siglos. Doña Salomé, con toda la dignidad que le permitían sus 10 años y el nombre que lleva a cuestas, me respondió que ella tenía igual derecho a casarse con un príncipe, luciendo tan bella como Catalina y que por mi actitud, aparentemente, yo no tenía ninguna intención de ayudarla a conseguirlo.

De poco valieron mis argumentos de que los príncipes reinantes son una minoría absoluta y que, a pesar de lo que aparenten, en el fondo son gente normal que sufren de estreñimiento y que posiblemente prefieren estar en cualquier otro sitio menos ahí. Lo que inició como una inocente clase de historia finalizó con miradas tristes, “jipidos” y una sensación de culpabilidad que me quemaba el pecho.

Nada, que al día siguiente tuve que preguntar entre mis amigos si sabían dónde podía comprar una tiara discreta y algo económica que me permitiera salir del paso, en lo que llegaba el “príncipe”. No les niego que me comenzaba a gustar la idea de ser suegra reinante, aunque el solo pensar que tenía que sentarme derecha y sonreír por horas me daba urticaria.

Ya han pasado algunos años de esta historia, pero lo que la provocó sigue latente. Nuestros hijos están permanentemente bombardeados por imágenes y estilos de vida que no están en capacidad de procesar, a menos que estemos cerca para explicar y redirigir. Rodeados de anti-valores en una sociedad que enaltece el consumo y dedica portadas a personajes que no pueden explicar ni por vergüenza lo que hacen ahí, ejercer de padres se hace cada vez más perentorio si queremos sobrevivir como especie.

De vez en cuando encuentro la tiara en una gaveta, nunca la boté. Me sirve de recordatorio para sentarme a ver televisión con mis hijas. Estas series están cada día más extrañas y el oficio de criar jóvenes cada vez más complicado. El secreto es no rendirse.

Ilustración: Ramón L. Sandoval