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México lindo y querido

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México lindo y querido

Tres aviones para llegar a Mérida (Yucatán), en México. Me levanto a las 4:00 a.m., chequeo que todo esté bien en la maleta, pastillas para la presión, camisas, pantalones, algunos libros para regalar y pongo mi cara de ‘ay Jalisco no te rajes’ y sonrío.

El carro de Vitico me recoge a las 5:45 a.m.

–Buenos días –nadie contesta, siento un largo bostezo seguido de una explicación de los cambios de vuelo para que no me extravíe (creen que soy un anciano, falta de respeto).

Mérida es un misterio en mi imaginación. Con la prisa con que vivo no me dio tiempo de visitar Google y ponerme al tanto. Luego me enteré de que tiene millón y medio de habitantes, está rodeada de ruinas mayas de gran importancia y un detalle sencillo: la temperatura oscila entre los 40 y 45 grados. Es mi gran oportunidad de sentirme asado.

Comienzo la travesía con mucha alegría y entusiasmo. Según fueron pasando las horas en los aeropuertos los silencios se fueron haciendo más espaciosos y Jorge Negrete sonaba en mi interior.

Llegamos a México DF, que tiene dos horas menos que nosotros, y María Isabel, con una sonrisa impresionante, nos recibe en el aeropuerto en representación de nuestra embajada.

Nos invita a almorzar típico mexicano y, entre margaritas y tequilas, la espera se hizo menos dramática. No sé por qué Cantinflas no se me quita de la cabeza.

Aterrizamos a medianoche en Mérida y, gracias a Dios, nos esperaba un taxi de la alcaldía. Llegamos al hotel Gamma en el centro de la ciudad. Mis compañeros artistas procedieron a refugiarse en sus habitaciones y yo, conocedor del poco tiempo que tenemos en la vida, me reencontré con un viejo amigo que tenía diez años sin ver.

–Parece mentira que haya pasado tanto tiempo sin verte –me dice Erick mientras nos abrazamos–.

–Te quiero presentar a mi esposa, mi mundo.

–La noche es nuestra –le digo emocionado.

Subo a su carro y comienza el recorrido por una ciudad que a estas horas está desolada. La primera impresión es el parecido con Santiago de los Caballeros en los años cincuenta, cuando aún no la habían transformado en la ciudad que es hoy; y en algunas esquinas la elegancia perdida de San Pedro de Macorís; en fin, me siento como en mi isla y constato lo del excesivo calor.

Eric, que es francés, canta como el Chavo del Ocho; luego me explica que se casó con una yucateca y que ya son muchos años viviendo en este país.

–Donde te voy a llevar es una inspiración de Casa de Teatro, intenté replicarla aquí. Llegamos a una mezcalería repleta de gente, un grupo cubano canta y, arremolinados, los jóvenes se mueven al ritmo de un son.

Un mesero se nos acerca.

–Consíguenos una mesa –le dice el dueño, y por arte de magia nos ubican en una esquina desde donde puedo divisar el escenario maravilloso de jóvenes que desafían la noche y se sumergen en la alegría.

Un enorme árbol cobija algunas mesas, el tránsito es casi imposible y en el aire se respira camaradería y gozo.

–Me has superado –le digo–, esto es hermoso. No hay una sola mesa vacía y en la puerta una enorme fila lucha por poder entrar.

–Prueba este mezcal –me acerca una copa y lo saboreo–.

–¿Cómo se llama?

–Nuestra soledad –contesta.

Jamás imaginé que la soledad fuera tan sabrosa, no me quedó más remedio esa noche que recibir el amanecer sumergido en ella.

Ilustración: Ramón L. Sandoval