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Rututiando por ahí...

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Rututiando por ahí...

Por razones que no vienen al caso, fui convencida de participar en el Rally Frontera, un evento que organiza cada año el Ministerio de Defensa y que logra reunir con bastante éxito miles de fiebruses por los vehículos 4x4, los caminos sin pavimentar y por el lodo hasta la cintura.

Este año, el recorrido, que iniciaba el sábado 24 de febrero, incluía varios puntos del centro del país y recorría de norte a sur la frontera domínico-haitiana a través de caminos prácticamente inexistentes, subidas y bajadas de vértigo, algunos precipicios y de nuevo... lodo hasta la cintura.

No es una experiencia recomendada para gente que no disfrute la naturaleza en su versión más cruda. Puede incluir noches a la luz de la luna, frío que cala los huesos, llovizna pertinaz, gente con costumbres diferentes y baños a la intemperie. Lo que sí está garantizado es un ambiente lleno de camaradería, solidaridad y una pasión que une a todos los participantes y que parece traspasarse con naturalidad de padres a hijos. Sí, ser “rallyero” es formar parte de una manada muy particular y una cultura en sí misma.

Intentando cubrir la ruta designada por los organizadores y que pasaba por lugares muy poco transitados de la geografía nacional, era imposible no darse por enterado de las largas caravanas de vehículos entrando sin ninguna intención de ser sigilosos a pueblos donde lo más ruidoso es un motor sin muffler o un colmadón sin horario. Gente cariñosa, amable y hospitalaria nos recibía en cada lugar. Los participantes del rally saben que su presencia dinamiza la economía y los pequeños negocios locales, por lo que son generosos en el gasto y la propina.

Las primeras luces del lunes 26 de febrero, desafortunadamente laborable para los que no estábamos participando en el rally, nos encontró entre Capotillo y Loma de Cabrera, al noroeste del país. Después de un desayuno criollo que garantizaba la panzada hasta el mediodía estábamos casi preparados para partir. La ruta para ese día, larguísima, finalizaba en Bahía de las Águilas.

En lo que organizamos la salida de nuestro grupo, el pueblo despertaba y la verdad de la “revolución educativa” de la que tanto se cacarea se hizo realidad ante mis ojos. En minutos, docenas de estudiantes comenzaron a pasar frente a nosotros dirigiéndose a sus escuelas. La temperatura debía rondar los 15 grados y los veías pasar, ruidosos y adormilados, mochila a la espalda y hermanito en mano. Casi todos a pie, algunos de a cuatro en un motor, violando todas las reglas de seguridad que no aplican en los pueblos y campos de este país.

Mi corazón se llenó de amor y se hinchó de orgullo. Ese lunes, previo a un día feriado, cualquier estudiante que se respete podía perfectamente hacerse el enfermo para no asistir a clases, pero aquí no. Docenas de ellos pasaron ante nosotros, perfectamente uniformados, contentos, demostrándome que su deseo de aprender es superior a los conflictos entre un sindicato y un ministerio que parece no tomarlos en cuenta.

Eso habla muy bien de su escuela, de la responsabilidad de sus padres y de su deseo de superarse, más allá de las limitaciones que les impone un pueblo fronterizo, lejos de todo y cerca de nada.

El ver a estos jóvenes camino a la escuela pública me devolvió mi escueta fe en el país y su futuro. La llamada “revolución educativa” no se trata de aulas nuevas o nuevos profesores, se trata de estudiantes desafiando el frío, caminando kilómetros para asistir a un centro a recibir el cada vez más escaso pan de la enseñanza. Así, y solo así, se hace Patria.

ILustración: Ramón L. Sandoval