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Un guardián sentado en una (a menudo) desvencijada silla mata las horas con una pequeña radio. Sostiene el arma. Si no duerme... su mirada, manos y mente pueden centrarse en su trabajo. Eso era antes.

Hoy un vigilante se entretiene con su teléfono. Todos sus sentidos: los ojos, los oídos, las manos y la mente están ocupados, atados a la pantalla. Hasta la postura es distinta. Ya no se recuesta, se encorva. Ya no dormita, ahora se abstrae.

Casi todos somos ese guachiman, dicen los pensadores del siglo 21. Lo que era una música de fondo es hoy un bombardeo de videos, juegos, memes, bulos, chismes, bromas, escándalos, sucesos, alarmas. O noticias. O conversaciones con la familia. O con desconocidos. O la oportunidad de arremeter contra alguien anónimamente.

La tecnología nos convierte en islas, estamos más solos, se alarman los psicólogos. Pero no estamos más solos. No somos en 2018 tan originales ni tan especiales. Siempre ha sido así. No hace falta remontarse a los clásicos o a los místicos. (Georges Moustaki lo descifraba hermosamente en Ma solitude.)

Tan solos como los hombres que nos precedieron, pero más inquietos porque vivimos con la perenne ansiedad de “estar perdiéndonos algo”. Y esa insatisfacción (juraríamos) se calma con la pantalla que llevamos en la mano. Ni siquiera en la cartera o el bolsillo. En la mano.

¿El acceso a Internet reduce la brecha social? Quizá en un plano. En otro la agrandará porque una élite (nada nuevo, tampoco) tiene las herramientas intelectuales para discernir y utilizar adecuadamente la información que entrega la tecnología. (Con todo el respeto al señor Zuckerberg, Laico Patrón de las Nuevas Soledades).IAizpun@diariolibre.com

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