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El zumo de arándanos derramado

Hubo un hombre tan importante como Lenin en la organización de todo el entramado bolchevique que dio origen a la llamada revolución de octubre. Era judío ucraniano. Liev Davidovich Bronstein. Le llamaban Trotski. Frente a él, Lenin era un enano. Mejor intelectual, mayor inteligencia, un táctico y estratega supremo, un orador superbo, un escritor de talla. Richard Pipes afirma que Trotski conmovía a las multitudes. Lenin, sólo a sus seguidores. Era un experto en la técnica del golpe de Estado que catorce años después del destronamiento de Kérenski explicaría Curzio Malaparte en célebre texto. Los bolcheviques alcanzan la victoria por la estrategia de Lenin cuando observó que las circunstancias le favorecían, pero fundamentalmente por la táctica creada por Trotski.

Como ha sucedido más de una vez en otras situaciones revolucionarias, incluso en épocas más recientes y con el mismo sesgo, no pueden convivir dos o más gallos en un mismo corral. Trotski fue una figura esencial durante el proceso previo al ascenso de los bolcheviques y durante los difíciles momentos posteriores, incluyendo la guerra civil entre blancos y rojos. Acompañó a Lenin en sus aventuras políticas y en la conformación del poder bolchevique. Siguió al líder con empeños y fidelidad crecientes, y siempre estuvo en las márgenes de las acciones emprendidas para dejar que el liderazgo de Lenin no sufriera merma alguna. La formación del ejército rojo que tan fundamental sería para las nuevas estrategias de mando y para el establecimiento del partido único que Lenin exigía, fue obra de Trotski. No había estado desde el principio, apenas se integró al movimiento bolchevique dos meses antes del golpe de octubre. Sin embargo, su inteligencia y su capacidad organizativa lo llevaron rápidamente a la cumbre, a un nivel de que en las semanas previas al cañonazo revolucionario, con Lenin oculto, quien toma las riendas es Trotski. Empero, cuando todo el andamiaje está sobre sus rieles, comenzó a estorbar su presencia en el escenario de los liderazgos revolucionarios. Su momento llegaría.

Establecida formalmente la nomenklatura –la élite comunista- Lenin ordena lo que se conocería luego como el Terror Rojo y ahí estaba Trotski. En su folleto El Estado y la Revolución, Lenin deja claro que la función del Estado proletario es “organizar la violencia contra la burguesía... A esos enemigos de clase hay que castigarlos de la forma más despiadada en cuanto vulneren mínimamente las normas y leyes de la sociedad socialista”. A estas horas, ya se estaban produciendo dudas y reclamos en la multiétnica sociedad rusa. La gente podría volver a desear el régimen zarista. Nicolás II y su familia estaban confinados lejos de Moscú en una mansión donde al principio se manejaban con ciertas comodidades, pero luego comenzarían a sufrir estrecheces y agravios. Nueve meses después de octubre de 1917, en horas de la madrugada, en un pueblo de los Urales, la Checa –el servicio secreto que había sustituido a la Ojrana zarista- fusiló al emperador, a la zarina, su hijo y sus cuatro hijas, y de faro se llevaron al médico de la familia y a tres sirvientes. Un mes después –diez más tarde de la revolución-, mientras salía de una fábrica de armamentos en Moscú, Lenin es baleado luego de conversar con una mujer que reclamaba saludarlo. Una bala lo alcanza en el cuello. Otra, perfora el pulmón izquierdo. La mujer con quien conversaba, Fanny Kaplan, es la autora del magnicidio. Al mes del suceso, Lenin sufre un infarto que le deja sin habla para siempre. En un año, otros dos infartos más. Ya no volverá a ser el líder ni el dueño absoluto de la revolución. En lo adelante, dos líderes fuertes intentarán dividirse el reino: el judío Trotski (Marx, Lenin y otros también tuvieron raíces judías) y el georgiano Iósif Vissarionovich Dzhugashvili, al que conoceremos como Stalin. Comienza el embrollo. Ambos cohabitan en el Kremlin, pero no se llevan. Uno es un intelectual, casi un genio; el otro, un hombre carente de dotes culturales, inexpresivo, sin oratoria ni ingenio ni buen humor. Trotski desea exportar la revolución, lo que luego se denominaría pomposamente internacionalismo proletario. Stalin quiere solo construir la URSS y no más. El combate de ideas y estrategias entre estos dos hombres durará nueve años. En el décimo aniversario de la revolución, 1927, Stalin toma el control definitivo del partido. Con 854 mil miembros que le dieron su voto y 4,000 que favorecieron a Trotski, había llegado el fin del trotskismo y comenzaba la era de los exilios a Siberia, de los gulags y las purgas. Trotski iniciaría un largo calvario en Estambul, París, México, condenando a Stalin, acusándolo de traidor al marxismo-leninismo. En 1940, en Coyoacán, el catalán Ramón Mercader clava una piqueta en el cráneo de Trotski mientras éste escribía en su propia casa. Stalin declararía a Mercader en 1961 Héroe de la Unión Soviética. Terminaba sus días el gran revolucionario a quien Stalin necesitaba quitar de su camino.

El terror de masas se funda como ejercicio de poder. “Ninguna debilidad, ninguna duda, pueden ser toleradas en la realización del terror de masas”, rezaba un manual distribuido por los comisarios del pueblo. La purga permaneció solo dos años, cuando Trotski todavía tenía vigencia y apoyaba esta estrategia sangrienta. En verdad, se domicilió durante toda la existencia de la URSS. “Aunque experimentó oscilaciones, nunca desapareció del todo, planeando como un nubarrón oscuro y permanente sobre la Rusia soviética”, recuerda Richard Pipes. El holocausto judío y sus seis millones de víctimas fue conocido una vez concluyó la segunda guerra mundial. El mundo sólo tuvo conocimiento de la crueldad de los gulags y de los crímenes estalinistas con casi dos millones de víctimas, cuando Nikita Khrushchev se convirtió en primer ministro de la URSS en 1953 y denunció a Stalin como el gran verdugo de la revolución en 1956 durante el XX Congreso del Partido Comunista, y con mayores detalles cuando Aleksandr Solzhenitsyn dio a conocer en 1973, en París, su memorable Archipiélago Gulag, un libro demasiado crudo para poder sostener por mucho tiempo más el régimen soviético (“Nadie podía imaginar que en veinte años después de la revolución se oprimiría el cráneo con un aro de hierro, se sumergiría a un hombre en un baño de ácidos, que se le metería por el ano una baqueta de fusil recalentada con un infernillo, que se le aplastarían lentamente con la bota los genitales, o que como una variante más suave, se le atormentaría con una semana de insomnio y sed y se le azotaría hasta dejarlo en carne viva...”). Borís Sávinkov en su novela El caballo negro exponía aquel largo período de terror, antes de ser lanzado desde una ventana por la Lubianka: “A mi alrededor todos matan. Se derrama el zumo de arándanos, salpica incluso las bridas de los caballos. El hombre vive y respira para el asesinato, vaga entre las tinieblas sangrientas y en las tinieblas sangrientas muere”. La sangre, el zumo de arándanos, salpicó para siempre una revolución que, cien años más tarde, contra las esperanzas que alentó en todo el universo, no ha sido motivo de celebración ni en la misma Rusia. Vladímir Putin ha recordado la efeméride inaugurando con el patriarca ortodoxo su propio Muro de las Lamentaciones, un impresionante monumento construido con las piedras de los campos de prisioneros del Gulag dedicado a honrar a las víctimas de la represión soviética. A escasas cuadras, está un gran busto de Stalin, develizado apenas unas pocas semanas antes. Hay flores en el monumento y las hay también a los pies del busto del heredero de Lenin. No habrá nunca, tal vez, parámetros para medir las debilidades humanas, los olvidos y la pasión por la fuerza. El zumo de arándanos sigue sirviéndose y corriendo por muros y conciencias.

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