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En los antípodas meridionales

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En los antípodas meridionales
Ushuaia (FUENTE EXTERNA)

Hasta los océanos se unen. Después de bordear continentes, modificar relieves físicos, tallar geografías y recomponer climas, las aguas de los mares inabarcables vuelven a sus orígenes. Se abrazan sin dejar huellas, niveladas en una igualdad líquida que contrasta con la diversidad de razas, nacionalidades, amores y odios que crecen en las tierras que les ha correspondido delimitar.

Separan estas inmensidades marinas unas fronteras que no son tales, sino simples designios humanos —medidas invisibles—, bautizados como meridianos, latitudes, longitudes y grados, con las que nuestro entendimiento, siempre escaso, busca manejar la majestuosidad de la naturaleza.

Así, Atlántico y Pacífico devienen uno en el cabo de Hornos, en el meridiano del mismo nombre. Territorios en los extremos meridionales que rezuman belleza salvaje y a la vista ofrecen paisajes excepcionales. Y, sobre todo, la placidez que amplifica la ausencia de la mano torpe del hombre, a menudo destructora antes que protectora de flora y fauna que le precedieron por miles de años. El uno no es superior al otro. No hay reclamos de espacios sino continuidad inagotable. Poco más al norte, argentinos y chilenos necesitaron de mediación para resolver su diferendo por el canal de Beagle, un simple trozo de geografía acuática en una inmensidad de miles de kilómetros en donde la vida “salvaje” supera a la “civilizada”.

Pertenece a Chile el punto geográfico, bautizado por el descubridor holandés con el nombre de una ciudad de su país: Hoorn. Antes de que el canal de Panamá acortara en la segunda década del siglo pasado la navegación entre el este y el oeste de las Américas, el Paso de Drake era la ruta obligada, en cuyo lado norte se ubica esa masa rocosa en forma de albatros, cubierta de una tupida vegetación verde en el verano austral. Atrás, en lontananza, la nieve aún corona las cúspides de la cadena montañosa que, como patrullero solitario, guarda estos lugares remotos, preservados como parques naturales y libres de asentamientos humanos salvo por el monumento que honra a los marineros perecidos en la zona, allá en lo alto de un cerro que se precipita de inmediato al mar.

De ordinario, el mal tiempo testimonia el encuentro entre el Atlántico y el Pacífico. Vientos impetuosos, olas gigantescas y unas corrientes marinas ingobernables asuelan estos contornos de historias trágicas de naufragios, de ambiciones comerciales sepultadas en las aguas gélidas de esta hermandad oceánica. A bordo de uno de los cruceros que en el estío del Hemisferio Sur van desde Buenos Aires a Santiago, esta vez me cuento entre los afortunados que disfrutamos de una experiencia única al amparo de un clima benigno, cielos despejados y aguas mansas; tanto, que a veces doblan como una planicie de azul profundo. Faltan los témpanos que provienen de la Antártica no tan lejana, pero es verano navideño y el termómetro trepa hasta los 10 grados.

Este es el fin del mundo. Cierto. Ushuaia, Argentina, en la ribera del estrecho de Magallanes a donde vamos después en un giro hacia el norte, se vende como la ciudad más al sur en el globo. Caducó 2017, llegó el Año Nuevo, y este asentamiento en la Tierra del Fuego no despierta aún de la festividad que marcó la vuelta del calendario. Los edificios retienen un toque alpino e imagino aquí inviernos muy duros, con nevadas interminables que agigantan la soledad de saberse a más de 3,000 kilómetros de la capital.

El estrecho de Magallanes, a no ser por el peligro que entrañan los fuertes vientos que aquí se levantan por sorpresa y las corrientes que generan en una ruta de por sí también peligrosa, calificaría como una de las grandes maravillas del mundo. Con suerte una vez más, los vientos abaten y dejan al descubierto cielos azules de donde cae la luz que se desparrama por las colinas que se elevan a ambos lados del canal marino. Calma crepuscular, silencio total, ofrenda generosa de una naturaleza imponente.

En esta temporada, el sol apenas descansa. Cuando en algunos trechos se imponen las nubes que rozan las paredes bajas del muro montañoso, se escurre por algún claro y pinta de rojo incendiario las cimas, algunas recubiertas de nieve en la que revolotean colores claroscuros. A medianoche y ante el arrobamiento colectivo, hay aún rastro solar allá en lo alto. Algunos destellos sueltos colorean el techo nuboso por el que, de cuando en vez, se cuela la llovizna fina y fría que apenas se nota en la superficie del mar aprisionado entre montañas.

A mitad del estrecho de Magallanes, otra vez Chile. Son territorios aislados y de dolores vigentes. Se desató en esta desolación la vesania de las dictaduras uniformadas que enlutaron los dos países acomodados en la punta de las Américas. En la isla de Dawson, del lado chileno, y en Trelew, al norte de Ushuaia, quedan los registros cruentos de los centros penitenciarios militares. A la caída de Augusto Pinochet y el fracaso de los generales argentinos, explotó la verdad de los presos políticos traídos a estas regiones desoladas, de difícil acceso y climas severos. Los fríos de los largos inviernos, las torturas y malos tratos minaban la salud o provocaban la muerte de los reclusos, muchos de ellos en prisión por la inquina de algún enemigo oculto que los delató con el pretexto de que formaban parte de alguna célula de resistencia. La matanza de Trelew es un recuerdo imborrable.

Hay antecedentes. Punta Arenas, la ciudad chilena casi en la boca del estrecho de Magallanes, era famosa en el siglo XIX por la colonia penal militar que albergaba y donde los rigores de la prisión y la crueldad de los carceleros provocaban motines frecuentes. Hoy en día, Punta Arenas es el punto de partida para explorar la Patagonia chilena, adentrarse en las riquezas ecológicas del sur y saborear el famoso cordero magallánico acompañado de unos de esos caldos con que la oferta vinícola de Chile satisface los paladares más exigentes. En mi caso, es el último puerto antes de que el crucero nos lleve más al norte en ruta por los fiordos chilenos.

Esta vez el clima resulta adverso, lo que no resta espectacularidad a estas costas ásperas, inhóspitas. Suelos rocosos, recubiertos de maleza y arbustos, emergen altaneros del océano adoptando una y mil formas. En la última era de hielo, todo el extremo sur de lo que hoy es Argentina y Chile fue invadido por glaciares gigantescos que, al retirarse, dejaron a su paso valles que luego cubrieron las aguas. Las tierras más elevadas componen actualmente el archipiélago que bordea la tierra firme desde Punta Arenas hasta Puerto Montt, con la Isla Grande de Chiloé al frente.

Sol, nubes, niebla, lluvia. Lluvia, niebla, sol, nubes. Contraste en el que las tantas islas aparecen y desaparecen a babor y estribor. Como retazos de tierra sometidos a la volatilidad de un clima cuyas variaciones añaden un atractivo extraño a estos fiordos de belleza incomparable, de quietud suprema, como el mar en el que rielan los rayos delatores de un sol tímido.

Son estos territorios australes una riqueza natural incomparable, por suerte bien conservada. Manjar para el espíritu, momento ideal para leer los versos de la chilena Sara Vial estampados en el monumento en Cabo de Hornos:

Soy el albatros que te espera en el final del mundo,

Soy el alma olvidada de los marinos muertos,

Que cruzaron el Cabo de Hornos,

Desde todos los mares de la tierra.

Pero ellos no murieron en las furiosas olas,

Hoy vuelan en mis alas,

Hacia la eternidad,

En la última grieta de los vientos antárticos.

adecarod@aol.com