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Iglesia, unidad, diversidad y obediencia

La Iglesia católica fundamenta su existencia en tres aspectos invariables: la comunión con el Papa, que es la que garantiza su unidad; su diversidad, expresada a través de sus órdenes, congregaciones o institutos religiosos; y, su obediencia al obispo y a los regentes de congregaciones, o sea a su jerarquía inmediata. La fortaleza eclesial se encuentra, a mi modo de ver, en estos elementos organizacionales, al margen de los propiamente espirituales que son, en todo caso, los que construyen y dinamizan su historia y su trascendencia.

Los católicos conforman una hermandad de creyentes, pero la jerarquización de su ministerio robustece su realidad humana y espiritual, estableciendo modos de conducta en consonancia con las directrices que trazan los cánones de sus instituciones. La unidad se expresa claramente en la comunión total en la fe, en la vida sacramental plena (el carácter litúrgico y sacramental de la Iglesia católica es su principal gracia distintiva frente a otras iglesias cristianas), y en la sucesión apostólica. La diversidad católica es la particularidad más sobresaliente en tanto acoge una multiplicidad de carismas, de paradigmas y de misiones que permiten a quienes se consagran a su ministerio enfocar sus vocaciones de acuerdo con los ámbitos que les sean más propicios a nivel personal. Esa diversidad no sólo se manifiesta en la reproducción de órdenes y congregaciones (se estiman unas 500 las masculinas y 3,200 femeninas), sino en las varias expresiones de la catolicidad y en los valores de la tradición que atesora y que les son tan esenciales. La definición de Iglesia católica romana, que hasta se incluye en el Credo, no quiere decir que exista una tradición exclusivamente romana (más de un tratadista considera que la denominación correcta debería ser Iglesia de Roma) pues hay otras tradiciones eclesiales con aspectos canónicos, litúrgicos y administrativos diferentes a esta, pero supeditadas al poder papal. Hay 21 iglesias particulares con 9 prácticas rituales diferentes a la de los católicos romanos y que, sin embargo, deben obediencia al sucesor de la cátedra de Pedro. O sea, la catolicidad en su diversidad consagra el rito bizantino, el armenio, el copto, el maronita, el siriooriental, el caldeo, el siro-malabar, el sirio occidental y el siro-malankar. Todas son iglesias de rito católico. Las iglesias ortodoxas, las denominadas iglesias orientales y la católica romana conforman “los tres pilares del catolicismo en un sentido crucial”. Todas enseñan la misma fe, son fieles a la misma tradición apostólica, se sostienen en los mismos sacramentos y están en unidad con el Obispo de Roma. Y algo más: aunque la Iglesia católica romana es la mayor de todas, “estas iglesias son iguales en rango, de manera que ninguna está por encima de las demás a causa de su rito”. En esta diversidad católica pues se contiene la gran fortaleza eclesial, su vitalidad y su permanencia a través de los siglos. El teólogo Lawrence S. Cunningham acierta al decir que los propios católicos romanos, y no digamos aquellos que pertenecen a otras religiones cristianas o simplemente son agnósticos, tienen una idea demasiado limitada de lo que significa ser católico.

Pero, ya dentro de la misma Iglesia católica la diversidad, como hemos adelantado, se expresa de un modo excepcional. Ninguna otra institución religiosa, política o de cualquier otro tipo posee otro modelo como este. En sus inicios, la Iglesia se sostuvo sobre los rieles de los monjes enclaustrados y los frailes mendicantes. Pero, a partir del siglo XVI surgen las congregaciones religiosas clericales, o sea nace el sacerdocio en la forma en que lo conocemos hoy, inspirado en las labores pioneras de Ignacio de Loyola y Vicente de Paúl. Y nacerá al mismo tiempo la primera congregación religiosa laical que fue la de los Hermanos de la Salle (Hermanos de las Escuelas Cristianas que es su nombre original). Para el siglo XIX ya esa ola de formación de congregaciones sacerdotales, se había multiplicado en diversas zonas del mundo. Se desarrolla al mismo tiempo, por otras razones, la vida religiosa secular de donde nacen los hoy llamados sacerdotes diocesanos que, a diferencia de las congregaciones que viven en comunidad estos profesan una vida consagrada que no se aparta del mundo, que viven en su siglo (secular) y por tanto no abandonan su ambiente social. El sacerdote diocesano tiene derecho a poseer bienes (aunque nunca debieran ser exagerados para no escandalizar), pero los sacerdotes de congregaciones no tienen caudales ni haciendas, todo es propiedad de la institución que los congrega. Y aquí entramos en el otro gran aspecto de la fortaleza eclesial: los votos de pobreza, castidad y obediencia. Aunque hay quienes han violado algunas de estas normas fundamentales, las mismas constituyen la valoración esencial del sacerdote en la sociedad: hombre de servicio, misionero, pobre, casto y obediente a la jerarquía.

Junto con la constitución de los institutos religiosos clericales se acrecientan, más que decir surgen, los carismas dentro de la Iglesia. Cada congregación tiene su carisma, la forma de proyectar su labor misionera, su apostolado, su misión evangelizadora. Todas las congregaciones sacerdotales –y lo mismo pasa en las órdenes y congregaciones religiosas femeninas- tienen distintas maneras de gestionar su misión. Los diocesanos son presbíteros al servicio de la iglesia local. Los franciscanos, que tienen varias ramas, se caracterizan por su celo comunitario y sentido de fraternidad, su vida de pobreza y su profunda espiritualidad. Los dominicos son evangelizadores y por eso se les conoce como la Orden de los Predicadores. Los carmelitas son estudiosos profundos de las Sagradas Escrituras y llevan una vida de oración permanente. Los jesuitas consagran su labor en la prédica de la fe y de la justicia. Son los “políticos” de la Iglesia. Denuncian dictaduras y totalitarismos. Defienden a perseguidos por causas injustas. Promueven la participación popular en las decisiones sociales. Son grandes educadores y postulan ideales de libertad y de promoción social. Y en esa línea doctrinal son defensores de las migraciones y de los derechos de los que emigran por causas económicas, religiosas o políticas. Nadie debe sorprenderse de sus acciones. Y el Papa Francisco, que es jesuita, se mantiene en el vórtice del huracán político global porque pertenece a ese carisma. Y así, los Misioneros del Sagrado Corazón, Escolapios, Agustinos Recoletos, Paúles, Mercedarios, Carmelitas Descalzos, Claretianos, Pasionistas, Redentoristas, la enorme variedad de congregaciones sacerdotales se sostienen sobre los carismas que conducen su ministerio y apostolado. Los salesianos, por ejemplo. Fueron creados por Don Bosco para educar y para asistir a familias necesitadas. Su centro vital es la educación de la juventud. El oratorio festivo, los centros juveniles, la educación en valores, el sentido de familia. Bajo ese carisma se conduce su misión. Ese es su canon.

Como los jesuitas, centrados siempre en el centro de las polémicas por no entenderse a plenitud su misión, el salesiano, igual que los miembros de las muchas otras congregaciones, debe cumplir sus votos solemnes, entre los cuales el de la obediencia a sus superiores es parte intrínseca de la vida eclesial, la que fragua su unidad en la diversidad. Cuando un jesuita excede su presencia pública se le lleva a otro destino. Igual, a un salesiano. Porque el polo mediático no es su medio de vida, sino la Iglesia como totalidad y su congregación como comunidad a la que se debe y en la que está impulsado a hacer su tránsito sacerdotal. Quien ignore, desentienda o desdiga de estas fundamentaciones, desconoce su real objetivo y ha perdido, por tanto, su rumbo. La Iglesia es esa y no otra.

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