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Las sombras detrás

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Las sombras detrás (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Salvo el indudable toque foráneo y lejanía del idioma nuestro de cada día, Ingvar Kamprad es un nombre que nos deja en Babia. Un dato adicional, e ingresamos de inmediato en terreno conocido. Fue el creador de Ikea, la archifamosa marca de muebles baratos de estilo y líneas simples y que, no obstante, revolucionó el mundo del mercadeo y la manera de relacionarse con los clientes. Paralelamente, logró que sus productos se convirtiesen en ingredientes activos de un modo de vida que cruza barreras raciales, de clase, cultura y hasta de edad.

Ikea, combinación de las iniciales del fundador, de su hacienda (Elmtaryd) y pueblo natal en Suecia (Agunnaryd), debe figurar como materia de estudio obligado en las grandes escuelas de negocios de todo el mundo. Hay un toque de genio en haber logrado que un diseño sueco se comercialice con el mismo éxito en Santo Domingo que en Montreal, Australia o Filipinas. Que conste, lejos estoy de militar en la legión “ikeísta”.

No que a la región escandinava y al resto de Europa les faltasen diseñadores excelsos en materia de muebles. Eero Aarnio y Arne Jacobsen nos dejan boquiabiertos con creaciones que hoy en día constituyen verdaderos iconos, duplicados y copiados por doquier, como el famoso taburete de madera curvada y asiento circular de Alvar Aalto, probablemente el más conocido de todos. Sin olvidar la silla Wassily, de Marcel Breuer, pieza obligada en los espacios más elegantes. Versatilidad, ligereza, comodidad y nobleza de materiales van de la mano para acomodar el cuerpo, y las exigencias estéticas de quienes buscan más que un lugar donde sentarse.

Kamprad, sin embargo, traspuso el valladar entre elite y masas. Descubrió la fórmula correcta entre calidad y precio y apostó por la poca o mucha destreza que todos tenemos para los rompecabezas. Armar un mueble de Ikea puede ser o no fácil, igual que encontrar lo que se busca en almacenes enormes casi siempre situados en las afueras, ahora complementados por el ordenador y entrega a domicilio por un pago adicional moderado. Entre los clientes de Ikea, el futuro rey del Reino Unido, el duque de Cambridge, cuyos hijos duermen en camas de otro imperio y donde sí que no se pone el sol: el que forjó en el siglo pasado el entonces joven sueco y quien hace unas semanas murió, a los 91 años.

Detrás de grandes hombres no siempre hay grandes mujeres, sino sombras extensas cuyas dimensiones casi nunca son apercibidas en su dimensión exacta. A veces, las sociedades que los engendran optan por mirar hacia el otro lado y no enturbiar las imágenes que les traen reconocimiento, grandeza e ingresos. En uno de los libros más fascinantes que he leído, Intelectuales, Paul Johnson expone las grandes contradicciones, debilidades, flaquezas y hasta desviaciones peligrosas de figuras relevantes de nuestra historia y a quienes reverenciamos como modélicas por sus aportes indudables al pensamiento y acervo de nuestra civilización. Carlos Marx, apóstol de la lucha de clases y proponente de la igualdad social a ultranza, era un tirano en el hogar y calificaría sin problemas para una condena por violencia de género.

El fundador de Ikea no se aparta de esas líneas que nos definen en tanto humanos, con vicios y virtudes a cuestas y la tentación a falsificar la biografía y los hechos con tal de adaptarlos al guión rosa de un comportamiento social ejemplar. En los años turbulentos de la plaga nazi en Europa, Kamprad militaba en Suecia en una organización de extrema derecha. Su flirteo con las ideas nacionalsocialistas han quedado como ecos del pasado, como cuestión de juventud. Solo en estos días, con su muerte, han resurgido en los medios como calibración indispensable de la hoja de vida brillante del hombre de negocios que se inició como vendedor de muebles por catálogo y terminó en la lista de los diez más ricos del mundo.

En la literatura evangélica consta que más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico al reino de los cielos. Cuando un periodista aguerrido inició las indagaciones sobre el pasado nazi de Kamprad, poco después la Agencia de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) recibió el mayor donativo en toda su historia, 57 millones de dólares. ¿Donante? La Fundación Ikea. Por supuesto, he visto en Israel tiendas de la famosa marca que ha venido a reconfirmar a la República Dominicana como punto ideal de expansión comercial en el Caribe. Para ser exitosos, mal podrían los negocios ignorar los usos y costumbres de los países donde se radican. Por más multinacionales que sean y apelen a motivaciones entendidas como globales. Hay que cuidar la susceptibilidad de los judíos ortodoxos, y por eso los catálogos de Ikea con ese segmento de consumidores en la mira carecen de fotos de mujeres.

Terminaba el siglo XIX cuando un iluminado intelectual norteamericano publicó un libro que todavía se lee con deleite, La teoría de la clase ociosa, aún más porque se puede acceder gratuitamente a sus páginas en internet. Lectura fascinante, sobre todo porque Thorstein Veblen describe con agudeza y sin perder lozanía la conducta consumista de los nuevos ricos. Compendia esos rasgos, fácilmente discernibles en este mundo globalizado y evidentes hasta en sociedades pobres como la nuestra, en el término consumo conspicuo. A contrapelo de la necesidad que motoriza el gasto en aquellos de bolsillos chatos, al nouveau riche lo mueve el prestigio, el estatus social y manifestación de poder económico, real o pretendido, en el afán de consumo y ostentación.

Otros eran los afanes del fundador de Ikea. Predicaba la austeridad, la moderación en el consumo y sus biógrafos lo pintan con pinceladas que casi lo colocan en el apartado de los miserables: compraba ropa de segunda mano, viajaba en clase económica, conducía un Volvo con los años de un concho dominicano, se alojaba en hoteles baratos y descreía de las grandes mesas. No tenía reparos en afirmar que su hogar era modesto, aunque quizás no tanto como aquel donde vio por primera vez la luz y refugio luego de ganarse unos centavos vendiendo fósforos en la calle.

La simplicidad como virtud y el consumo conspicuo como pecado, aparecen reflejados fielmente en las instalaciones de Ikea, sin importar cuán rico el país que las acoge. Hay un límite, sin embargo. Hasta para la hipocresía. Retirado por razones de impuestos a Suiza, Kamprad vivía en una villa suntuaria en las afueras de Ginebra. Entre los predios adyacentes y que por supuesto eran suyos, se cuentan unos viñedos que añaden lustre aunque sus frutos se consuman en una mesa de la famosa marca, de esas que es imposible rearmar una segunda vez y cuyo material no pasa de una torpe imitación de la buena madera escandinava. No que se pueda pedir más por el precio pagado, como tampoco hay méritos en exigirle a un multimillonario que viva como un desarrapado. El problema radica en la prédica moralista en paños menores, en difundir que la multinacional pertenece a una fundación sin fines de lucro, que no hay virtud sino en la pobreza.

Méritos, a mi entender, hay en la aceptación de la antinomia con la que cabalgamos por la vida. Porque propio de la naturaleza humana es combinar hábitos que se entrecruzan en la frontera del bien y del mal. Aquellos no son tan malos porque nosotros no somos tan buenos. En esta liturgia de la existencia, el carpe diem de Horacio se erige como filosofía irrebatible: a salvo de la gazmoñería de Kamprad y del consumo conspicuo descrito por Veblen. En el justo medio aristotélico.

adecarod@aol.com