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Ponme la mano aquí Macorina

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Ponme la mano aquí Macorina
La Macorina

La Macorina fue un personaje legendario cubano de origen humilde que en las primeras décadas de siglo XX encandiló con sus encantos a los más acaudalados caballeros habaneros, incluido el presidente José Miguel Gómez, alias Tiburón, de quien al decir de la época “se baña pero salpica” –en alusión a la corrupción clientelista practicada en su gobierno. María Calvo Nodarse (1892-1977), la mentada Macorina, gozó de fortuna en sus años de gloria –autos varios, mansiones, joyas y pieles– y figura reputada por la crónica como la primera mujer en la isla dotada de licencia para conducir. Misma que en 1917, en Prado y Malecón, habría pilotado un convertible rojo de la afamada fábrica catalana Hispano-Suiza.

El poeta vanguardista y narrador dominicano Vigil Díaz (1880-1961), la retrata con fervor en junio del 1920 en una de sus Fatamorganas escritas para Listín Diario despachada desde La Habana, dedicada al escritor costumbrista Rafael “Fello” Damirón (Obras, compilación de Diógenes Céspedes y Andrés Blanco Díaz, 2000). El poeta y periodista asturiano Alfonso Camín (1890-1982), radicado en Cuba desde adolescente, quien se movió acucioso entre la isla, España y México, se inspiró en ella y compuso su poema “Macorina” que aparece en la obra Carey editada en 1931.

Una exaltación a la belleza subyugante de esta hembra especial que la cantante tica azteca Chavela Vargas –quien estuvo en Cuba y quedó hechizada por la Macorina- hizo suya poniéndole voz y cuerdas al texto lírico del asturiano. A partir del estribillo “Ponme la mano aquí, Macorina/ponme la mano aquí”, que se repetirá entre estrofas como un recurso demandante, se estructura la pieza plena de maravillosas metáforas frutales tropicales.

“Tus pies dejaban la estera/y se escapaba tu saya/buscando la guardarraya/que al ver tu talle tan fino/las cañas azucareras/se echaban por el camino/para que tú las molieras/como si fueses molino/

Tus senos carne de anón/tu boca una bendición/ de guanábana madura/ y era tu fina cintura/la misma de aquel danzón/

Después el amanecer/ que de mis brazos te lleva/ y yo sin saber qué hacer/de aquel olor a mujer/ a mango y a caña nueva/ con que me llevaste al son/caliente de aquel danzón”.

Empleando el mismo estribillo pone-mano con alguna variante (“que me duele, Macorina/ que me muero, Macorina”), Abelardo Barroso y la Orquesta Sensación, al mejor estilo de la charanga cubana, también se hicieron eco en el plano musical de las hazañas de la Macorina y pegaron en los 50 un danzón en la radio. “Yo conozco una vecina/ que me tiene alborotao/Me enteré que en los saraos/ le llaman la Macorina/ Ella gasta gasolina en su carro colorao/Ella gasta gasolina en su carro colorao/ y sigue con el tumbao/ que ella es la gran Macorina/ Allá va Macorina en su carro colorao/con ese tumbao pa’ que en los saraos/con tremendo tumbao/le dicen Macorina con su carro colorao”.

Una pachanga, El Güiro de Macorina, siguiendo esta verdadera cadena de toqueteos frenéticos que se apoderó de la música popular cubana y trascendió hacia otras latitudes, reclamaba, soneando: “Dile a Macorina/ que me toque el güiro/ que me toque el güiro”. Y uno ya se puede imaginar de cuál güiro se trata.

Nuestro culto poeta Vigil Díaz, quien escribiera deslumbrado por sus vivencias en París Del Sena al Ozama y cronicara nuestros episodios históricos en Orégano, Cuentos Criollos y Lilís y Alejandrito, nos ofrece su estampa encumbrada de esta reluciente cortesana, titulada “La Macorina”.

“Si no hubiera sido por Andrés Caballero, aquel caraqueño noble y cultísimo que entre nosotros paseó su rutilante espíritu, su barba de Nazareno, y su quebranto, aquel diabólico quebranto que afirman los libros de patología que nació y fermentó en la retaguardia de los ejércitos asiáticos, que más tarde por causa del despiadado general Juan Vicente Gómez, fue a perderse lascivo, virgiliano y rechoncho entre las negreras y cañaverales del ingenio Las Pajas y de cuya almibarada factoría rubricó y promulgó, en un arranque de admiración y de cariño, en nombre de la mentalidad venezolana, un decreto nombrándome Embajador Perpetuo de todos los bulevares y museos de Europa con residencia económica en el tesoro nacional de Venezuela; si no hubiera sido por este encantador Andrés Caballero, me marcho de La Habana sin decir una palabra de la Macorina.

La Macorina es la primera y más bella cortesana de La Habana. La Macorina es una muchacha fina y nerviosa como un lebrel, rubia como una estrella, de vida honesta. Pasa una tarde por Obispo y un americano rico y refinado, que dicen se había educado en París, se prende de la áurea y nerviosa chiquilla, la sigue, investiga, le ofrece a los tutores de la angelical criatura diez mil pesos por un cottage de una semana; aceptan y una semana después la Macorina entra con toda el alma y ritmo singular en la arena candente de la vida pública, se impone y triunfa.

La Macorina es una faunesa que goza de insolencia en esta ciudad. Es revolucionaria, gasta revólver y dagas de enjoyadas y ornitológicas empuñaduras florentinas, monta a caballo, caza venados con su propia y seleccionada jauría, corre, en su cuña, en su máquina blanca y valiosísima, regalo de un amante, timoneando ella a una velocidad que no permite la policía, a quien ella burla.

Los martes, las tardes de los martes, tardes de modas, cuando las aristocracias muestran sus blasones y joyas, sus bellezas y sus ácidos únicos, a la caída del crepúsculo es cuando se ve el corso del Malecón, es cuando se puede ver, a la encantadora diablesca. Cuando ella entra, rompiendo la disciplina, parece como que el paseo se exalta, entra el ritmo, y todos los hombres, como si les hubieran puesto súbitamente, en la zona sacra del bulbo raquídeo, una inyección de cantáridas, musitan satisfechos: ¡llegó la Macorina!...

La Macorina es el cáliz malvado, dulce y capitoso donde liban rubia miel los poderosos. Ella asume por el poder de la belleza y por la audacia la categoría de un símbolo: el símbolo de la víscera genésica máxima y triunfal de la babilónica ciudad de La Habana. Uncida lleva al carro de sus hechizos, de su inmensa simpatía y sus líneas turbadoras y perfectas, a las barbas más blancas y a las calvas más brillantes, honorables y solemnes de La Habana; y como la andrógina y sádica danzarina siriaca del macabro festín del tetrarca Herodes, podría pedir, en un arranque cruento, le sirvieran en una bandeja de plata del hotel Sevilla, la nevada y sabia cabeza del espiritista Doctor Desvernine, Ministro de Estado, y una botella de champagne, exponiendo, por un movido capricho, a hacer zozobrar la nave del Estado.

Para mí, nadie tiene una personalidad más bella y efectiva que la Macorina, y solo espero una de estas tardes en que pasea, ecuestremente en su noble y bello alazán para hacerme presentar y obsequiarla en el peristilo de Miramar con un coctel de ostras y siete tabacos.

La Macorina es una encantadora floración de Friné, de Ródope... y Safo: ¡salve Macorina: estrella y rosa, salve!...”

En la revista La Opinión, en 1926, Julio A. Cuello realizó un perfil de Vigil Díaz, entrevista incluida, quien era codueño de finca en La Pringamosa, Hato Mayor del Rey y residía modestamente en la José Reyes. “Una mañana fui a visitarle temprano. Apenas pude reconocerle, envuelta la cabeza en un amplio pañuelo de Madrás anudado detrás por dos puntas y otras dos cayendo sueltas sobre las espaldas, un gabán, que la edad ya había liberado y un típico cachimbo de barro criollo, en el cual humeaba una fuma de puro tabaco de andullo, penetrante y morboso”.

Sorprendido Cuello ante tal indumentaria del poeta vanguardista, le preguntó: “¿Estás enfermo, Vigil?” Y éste, sereno, contestó: “No, hijo. En estos tiempos fríos, madrugo vestido como ves, con estos abrigos y mi cachimbo, como los viejecitos vecinos de mis predios rurales..., invoco en la fresca serenidad de la madrugada el puro ambiente de los rústicos bohíos, la dulce paz lugareña...”

Muy alejado, ciertamente, de la volcánica Macorina de La Habana elegante. Embebido en el mundo caribeño contrastante de lo real maravilloso.

“Veinte años y entre palmeras/ los cuerpos como banderas/ noche guateque y danzón/ la orquesta tocaba un son/ de selva ardiente y caprina/ del cielo un gran frenesí/ Ponme la mano aquí, Macorina”.

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