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Alter ego en el espejo

En aquella isla oculta en un rincón del planeta por designios del destino, cuando el sol despunta presenta una personalidad variopinta, mezcla de aborigen y conquistador, pero al anochecer en aquel pedazo de tierra, el astro rey exhibe otra ciudadanía: simbiosis de galo y africano.

La familia vive en el oriente de la isla, compuesta por tres hijos y la pareja. La razón de vivir de los esposos fue la de que sus hijos Marcos, Manuel y Melisa se convirtiesen en modelos, formados con las virtudes y valores de la doctrina cristiana.

Nacidos en tres provincias distintas del Sur de la República, los hijos pronto fueron desarraigados de aquella región de vegetación tosca y escaso desarrollo, y fueron llevados a vivir a la capital de la República.

Manuel, desde pequeñín, fue muy vivaz e igualado. Siendo un mozalbete, creyó poder hacer lo que sus hermanos respetaban, que casi siempre eran actividades prohibidas por sus padres. Manuel es desafiante con todos, en cualquier circunstancia.

Un rasgo particular trajo consigo, que afianzó en su adultez debido a la actitud de permisibilidad del padre que, a pesar de simular no tener preferencia por ninguno de los hijos, demostró poca voluntad para corregir la inclinación enfermiza de Manuel por los actos turbios.

Manuel interpretaba las señales de su padre como aval. Una mañana en la que se sentía fría la temperatura, que aún no culminaba su condensación en las hojas de los árboles, el joven llega a la casa conduciendo un Ferrari del año, que su padre aborda, orondo.

-Padre, esa máquina también es de ustedes- le dijo Manuel a su papá, que siente satisfacción por el auto, mientras la madre deja escapar una mirada escrutadora por debajo de los espejuelos, que no se atreve a convertir en reproche.

Marcos, el hermano menor, se niega a subir al Ferrari, y Melisa sigue sumida en su mundo virtual con un Smartphone del que no despega sus ojos ni para alimentarse.

Solo el día que fue allanada la residencia de la familia, una tarde azarosa febrerina, Melisa se repuso de su ensimismamiento en que la sumía el teléfono inteligente.

-¿Qué pasa aquí? ¿Qué buscan ustedes en nuestra casa? - preguntó Melisa con cara de espanto.

-Joven, estamos cumpliendo la orden de un juez para requisar- responde un oficial mientras saca del bolsillo, de mala gana, una hoja blanca, ajada.

Marcos se queda impávido, con la actitud del que está consciente de que ese episodio es solo el primero de una concatenación de acontecimientos alrededor de la vida de su hermano Manuel.

Dos sujetos lo sacan esposado de su habitación. Distraído, con una sonrisa cínica como si lo que todo el barrio contemplaba agolpado frente a la casa fuera su mejor obra teatral, Manuel camina delante de los agentes antinarcóticos.

Al salir a la calle, dos vecinas le preguntaron a Manuel qué ocurre.

-Es una confusión; es una confusión -se limitó a decir.

Una vez en la calle, el agente lo asistió para que abordara el vehículo que lo condujo ante el Ministerio Público.

Por los cristales del automóvil, la gente veía perderse el rostro mulato de Manuel, a quien llevaron en medio de un aparataje de placas oficiales, de sirenas y del rechinar de gomas de una decena de autos, que dejaban atrás una polvareda y las consabidas elucubraciones del vecindario.

Don Silverio, el padre de Manuel, no parece inmutarse. A cada comentario negativo que le llegaba de algún vecino respecto a la conducta de su hijo, buscó la respuesta adecuada.

Cuando se retira a su habitación, don Silverio cierra la puerta y se involucra en el ritual que lleva a cabo desde hace años: la conversación con el reflejo de su figura en el espejo.

-¡Silverio! -se decía a sí mismo frente al espejo-, ¿qué vaina es que tú has criado? ¿No te das cuenta de que tu hijo Manuel es un bueno para nada, que nuestra familia sale hasta en los clasificados, y tú no lo detienes?

Después de unos minutos de silencio, se volvió a su figura en el espejo para continuar:

-¡En vez de apoyar las malas conductas de Manuel, debes estimular el buen comportamiento de tus otros dos hijos, Melisa y Marcos!

Su monólogo con el espejo no llegó a ningún punto. El álter ego peleaba con la impasividad, el dejar hacer y dejar pasar de don Silverio, que toleró las tramposerías e inconductas de Manuel, convertidas en rutina.

Ante su imagen, don Silverio levantó su mano derecha y la dejó estrecharse con fuerza en el espejo que, a pesar del golpe, seguía reflejando aquella figura decidida, resoluta y enérgica.

No obstante a que no había cristales rotos en el piso, de los nudillos de la mano de don Silverio fluía la sangre hasta abrir un surco en el cemento gris del piso pulido.

Irrumpieron en la habitación Melisa, Marcos y la madre de estos, llamados por el golpe. Encontraron a don Silverio sentado en una butaca, perturbado, con sus ojos clavados en el espejo y las manos colgando, mientras la sangre le brotaba.

-¿Qué pasa, Silverio? - preguntó su esposa.

-He pasado mis años luchando con mi álter ego. Mi otro yo me asedia, me exige, me insta a cambiar, a salirme de mi marco para que sea como en el espejo.