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¿Qué hacer con los hospitales públicos?

Los hospitales públicos no tienen deudos. El Estado invierte millones en equipos, unidades y aparatos que, cuando no se dañan por el sobreúso, son robados. La mayoría no cuenta con los protocolos de operación ni mantenimiento adecuados. Una burocracia anacrónica y centralizada dificulta la gestión más menuda...

Si bajo un esquema de gestión eficiente consolidáramos toda la inversión pública de los últimos treinta años en la red hospitalaria, hoy tendríamos una de las plazas sanitarias más completas y modernas de América Latina, pero el sistema de atención ha sido un “ilustre” fiasco. 

Los hospitales del Estado son una barrica desfondada, un sistema inoperante que martilla nuestro subdesarrollo. Cuantos más recursos reciben, mejor dejan ver sus insuficiencias. Podrán rescatarse logros aislados, no lo negamos, pero estos nunca compensarán las fallas de una prestación definitivamente malograda. 

La espera de un sistema sanitario digno se agota en la República Dominicana. Ha sido cara y tarda. La incorporación de nuevos hospitales a un sistema fallido agranda el problema. Es, como dijo Jesús, “echar vino nuevo en odres viejos”. No se puede seguir “invirtiendo” solo para decir que el Estado provee salud gratuita, aunque se trate de un ingenuo autoengaño. Se impone tomar decisiones sin reparar en los prejuicios políticos. Más que consentir romanticismos ideológicos que mitifican al Estado como un ente paternalista, se impone resolver problemas concretos, y este, a pesar de la indiferencia, es uno de los más sensibles.

La reforma es perentoria: desde la financiación, alcanzando la gerencia hasta cubrir la sostenibilidad operativa. No podemos seguir disipando recursos. No nos sobran. Es tiempo de que el Estado cambie un modelo de gestión ineficiente, dispendioso y oneroso por otro que niegue razonablemente esas condiciones. 

Los hospitales públicos no tienen deudos. El Estado invierte millones en equipos, unidades y aparatos que, cuando no se dañan por el sobreúso, son robados. La mayoría no cuenta con los protocolos de operación ni mantenimiento adecuados. Una burocracia anacrónica y centralizada dificulta la gestión más menuda, aparte de que los suministros son tardos, lo que crea entorpecimientos o colapsos logísticos. Sin presupuestos suficientes para la apropiada conservación, las plantas físicas se deterioran en poco tiempo, ya que, entre otras razones, las construcciones o rehabilitaciones se ejecutan sin una rigurosa supervisión del Estado y al amparo de prácticas oscuras de contrataciones públicas.

Los controles de calidad de los procesos administrativos y sanitarios son nulos, cuando no opacos. El personal médico especializado, en su mayoría, presta consultas en clínicas privadas y usa la plaza hospitalaria para ganarse pacientes o hacer un nombre profesional. La supervisión laboral a nivel médico es débil o inexistente. La carencia es la norma en la vida de un hospital público; el paciente tiene que proveerse muchas veces de los insumos básicos. Tener abiertos algunos es más costoso que cerrarlos.

El problema de gestión es orgánico. La dirección de los hospitales recae en médicos sin titulación ni experiencia en gerencia hospitalaria o en gestión de servicios de salud. Se parte de la equivocada premisa de que para dirigir un hospital basta con ser médico. El problema se agrava cuando se descubre que el criterio de selección de los directores es predominantemente político. Se trata de retribuciones por sus vínculos partidarios o porque hicieron campaña a favor del candidato presidencial. En la mayoría de los casos no conocen políticas públicas sanitarias, principios básicos de administración o gestión de procesos; no saben leer un informe estadístico, mucho menos bosquejar un presupuesto. La red de hospitales públicos no opera como un sistema integrado. Son unidades funcionales aisladas que no tienen una plataforma interconectada de información o una base central de datos o de registros de pacientes. 

Como es conocido, en el 2001 se modificó el régimen de seguridad social en la República Dominicana a través de la Ley núm. 87-01. Los afiliados al sistema son beneficiarios de un seguro familiar de salud, un seguro de vejez, discapacidad y sobrevivencia y un seguro contra riesgos laborales. Estas prestaciones son financiadas a través de un régimen contributivo (70 % aportado por el empleador y un 30 % por el empleado), un régimen subsidiado (provisto por el Estado) y un régimen contributivo subsidiado (financiado por el trabajador y el Estado). 

En el seguro familiar de salud bajo el régimen contributivo el afiliado tiene derecho a elegir la administradora de riesgos de salud (ARS), el seguro nacional de salud (SNS) y la prestadora de servicio de salud (PSS) de su preferencia. Este derecho ha permitido que los asegurados elijan clínicas privadas. Hasta octubre del año 2021, 4,179,540 personas tenían cobertura del régimen contributivo. De esta manera, los hospitales públicos han perdido demanda, quedando, algunos de ellos, con la atención mayoritaria de extranjeros, especialmente haitianos. Esta es otra razón para poner en perspectiva la factibilidad del modelo vigente de gestión hospitalaria. 

Aun en países con los mejores sistemas sanitarios del mundo, como España, se debaten distintos modelos de gestión para mejorar la prestación de los servicios. La reforma en la República Dominicana no soporta más espera. El Estado ha probado suficientemente su incapacidad para administrar. Prevalece la arraigada cultura de que los bienes públicos son de todos y de nadie. No hay dolientes. 

No favorezco la privatización de servicios públicos, pero hasta un punto. Y en el caso de los hospitales públicos se llegó al techo. Es tiempo de pensar en opciones alternas. Una de ellas sería concesionar, mediante procesos competitivos de selección, la administración hospitalaria a una gestora de salud calificada mediante un contrato que establezca ratios de desempeño y rendimiento con períodos de revisión y causas de resolución. Estas gestoras pueden ser públicas o privadas. No estamos hablando de ceder la propiedad de los hospitales al sector privado, sino de confiar la gestión de sus operaciones, y por un tiempo determinado, a empresas especializadas en gerencia hospitalaria. Otra opción es que el Estado invierta en determinados niveles de salud: podría ocuparse, por ejemplo, de las unidades de atención primaria para gestionar los procesos y procedimientos de salud dirigidos a personas y familias que no requieran atención especializada o internamiento, incluyendo las emergencias y otorgar facilidades para que el sector privado invierta en el segundo y el tercer nivel. 

No soy devoto de las alianzas público-privadas, sobre todo en la construcción de obras públicas, pero creo que la prestación de servicios de salud puede ser un interesante nicho donde pueden converger aportaciones patrimoniales mixtas en proyectos de segundo y tercer nivel de atención. 

Debemos cerrar este ciclo incierto de la historia sanitaria. Total, en la medida en que la seguridad social se universalice y crezca la afiliación al sistema contributivo, los beneficiarios de los seguros de salud familiar acudirán a los centros privados de atención; entonces el Estado deberá responder con mayor apremio a la pregunta que da título a este trabajo: ¿Qué hacer con los hospitales públicos? La respuesta sigue esperando. l

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.