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“Bucándosela” como un toro

La rutina del dominicano es tan pasadera como su ingeniosa forma de “buscar el moro”. Sus pericias para “hacer el diario” son creativamente coloridas. Como buen “tíguere”, consume toda su existencia haciéndoles piruetas a los aprietos de la penuria. Conoce una y mil maneras para “conseguir los chelitos” y salir de los apremios sin ser linchado. Es un acróbata existencial: sortea las obligaciones, aplaza los compromisos, diluye los pagos, pero no les pierde el ojo a las oportunidades más escondidas. En esa dinámica de premuras se ha curtido como un emprendedor natural, como un mago de la sobrevivencia. Y es que el reto épico del malvivir lo acata con la misma naturalidad con la que suelta un desganado bostezo. En nuestra cultura de apuros a eso le llaman “buscársela como un toro”. Es desafiante imaginar una actividad que el dominicano no convierta en fuente de vida ni un motivo que no convoque a una “chercha”.

A principio de los noventa, y antes de se construyeran los túneles y elevados de las grandes avenidas de Santo Domingo, el más diverso comercio ambulatorio solía instalarse en las principales intersecciones. Recuerdo que entre las avenidas 27 de Febrero y Abraham Lincoln se apostaba una horda de vendedores. Parecían hienas frenéticas despedazando una carroña. No bien detenías la marcha del carro, te asaltaban en turba con la orden de bajar los cristales como si se tratara de una inspección militar. Era un riesgo fingir no verlos porque si no lo hacías descargaban toda la mercancía en el bonete o se colocaban al frente en simulada actitud suicida. En cambio, si bajabas el cristal, te dejaban caer parte de los artículos ofertados en el interior.

Un solo vendedor cargaba en sus manos antenitas parabólicas para captar señales de TV, pollitos vivos de colores, cajas de chicles, baterías, desodorantes, perfumadores ambientales, encendedores, cigarrillos, paños de lavado, forros de guías, galletas, frutas y perros de “raza”. Cuando intentabas devolverle la mercancía que te caía entre las piernas, ensombrecían su expresión facial mientras improvisaban un inconcluso melodrama familiar. Los más aparatosos, para rematar, dejaban caer en la conciencia de su víctima esta declaración: “Es más don: llévesela, llévesela... y no me la pague, que Dios me lo dará de cualquier manera”. Todo ese montaje persuasivo era impecablemente ejecutado en uno y otro cambio de luz del semáforo. Terminabas comprándoles o... comprándoles; la mayoría de veces para salir del acoso o abrumado por la culpa.

Un día, conduciendo de este a oeste por la 27 de Febrero, me enfilé en la línea izquierda de la ruta para hacer un giro en esa dirección. A pocos metros, en la isleta de la vía, vi a un hombre con una bata médica, un esfigmómetro y un estetoscopio. Presumí que trabajaba en alguna campaña de Salud Pública. Cuando pongo en marcha lenta el carro con la intención de acercarme al “galeno”, antes de bajar el cristal ya lo tenía frente a mi ventana con una proclama: “Presión, presión, presión, a dos pesos”. “¿Qué, qué?”, le pregunté, confundido. “Que tomo la presión arterial en su carro por solo dos pesitos”, voceó mientras envolvía mi brazo izquierdo con el brazalete inflable del aparato. Era tarde para rechazar la oferta, sobre todo cuando ya sentía la presión del bombeo de aire que apretaba mi brazo. Me mandó a callar mientras lo hacía. De pronto me convertí en su obligado “paciente” entre el bullicio ambiental y el calor calcinante que donaba el sol de ese verano. Con el cambio de luz a verde, los vehículos de atrás empezaron a dar bocinazos y a echar maldiciones. Mi “médico”, imperturbable, les hacía señales de espera mientras fingía afinar la “auscultación”. Cuando los resabios eran intolerables tuve que poner en marcha el vehículo mientras él seguía atado a mi brazo a través del aparato. Casi al cruzar la intersección logró desprenderse, cayendo rudamente en el pavimento; en el piso se sobrepuso para vocearme a todo pulmón el retumbante diagnóstico: “Esa presión está mejor que la de un niño”; le tiré el dinero.

El dominicano es un héroe anónimo en la antología de las penurias; los apuros han ensanchado su horizonte inventivo. Salir hacia adelante no espera mejores tiempos; es un apremio de cada día, por eso no repara en las circunstancias para ganarse la vida. En el arte de “jocearse” es un señor camaleón. Las ocupaciones más impensadas han tenido de alguna manera el sello de su ingenio: ofrecer servicios de custodia de celulares a quienes tienen que ir al consulado estadounidense (donde su tenencia está prohibida); madrugar en los primeros lugares de una fila para luego vender el “derecho del puesto”; alquilar togas en los palacios de justicia; guardarles las cervezas frías a los tígueres del barrio y servírselas en la chercha del sábado; hacer los más menudos trámites itinerantes en las oficinas públicas.

Pero lo más inspirador es la buena cara que le pone al trabajo. La sonrisa del día no la estrena el sol; nace en la cara del chinero, del parqueador, del mensajero o del conserje. Gente que guarda el primer saludo de la mañana cargado de energía y entrega. Obvio, si hay propinas la cortesía se hace empalagosa y los títulos cambian de rango: ya eres “mi patrón”, “jefe” o “mi don”. Eso sí, cuando se quiebra la barrera del trato distante aparecen los “problemitas”, esos que “como que hay un Dios en el cielo” mi “patroncito me va a ayudar a resolver”: una recetita médica, un alquiler vencido, una cirugía imprevista, los libros de los mocosos. La petición viene envasada en una fórmula ya patentada: “Cuando usted pueda, mi don, tengo que tratarle un asuntito”. Obvio, con tantas presiones uno no siempre está al pendiente de esas prisas, de manera que, si pasan los días sin respuesta, la solicitud se repite ahora en un tono más recogido y con un dejo bochornoso: “Patrón, recuerde el asuntito que le hablé”. La confesión se tantea con todos los rodeos y en un discurso cuidadosamente diminutivo para quitarle cualquier espina ofensiva se dice con apuro lo que se quiere: “Lo que usted pueda, cualquier cosita... a ver si salgo de ese problemita”.

Amo a mi gente. Me gusta cómo engaña a los problemas: sin enfados ni resentimientos. Somos un pueblo fácil, ligero y feliz, que hace y desbarata la vida a su manera; que canta en su dolor sin perder la sonrisa, esa luminosa estampa que nos hace únicos en el planeta. No hay mejor aliento que sentir el inesperado golpe en el hombro dado con el ímpetu del mejor poema dominicano: “Tranquilo, mi heeermano, que uté no tá solo, vamo’a echá p’alante”.

Twitter: @Josel_taveras

joseluistaveras2003@yahoo.com

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