Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Cultura
Cultura

Confesiones de unas chapas

En el catálogo de las adicciones maníacas de la cultura sensorial la sexualidad es mítica: es la compensación más gloriosa de la existencia del placer.

No he consultado a ningún gurú posmoderno para confirmar mi teoría. De manera que, hasta prueba en contrario, los juicios que la sustentan son originales. En un mundo que genere y almacene más de un trillón de bytes en información, dudo que haya algún tema sin literatura de consulta. Google es la réplica servil de la memoria de Dios.

¿Pero de qué exactamente estoy ¨hablando¨? De un “hallazgo” sociológico logrado al analizar un trasero vibrante (“chapas”, en la sociología urbana) mientras se agita al ritmo de un dembow. Ese fue mi experimento de laboratorio. Hice una “auscultación” durante todo el trance vibratorio y descubrí que más allá del lenguaje corporalmente explícito subyace una abstracción que rebasa los niveles emotivos-anatómicos y envuelve la identidad autoexpresiva de la ejecutante.

Fui ampliando las aplicaciones del experimento y, después de hacer las debidas extrapolaciones, di con un concepto de nuevo cuño: “cultura sensorial”. Quizás sea un nuevo apellido al “espectáculo social” de Vargas Llosa, a la “sociedad adicta” de Marc Valleur y Jean Claude Matysiak o aún más remotamente al homo sentimentalis de Milan Kundera. Sin embargo, como en esta sociedad de microondas poblada por doctos en Wikipedia a cualquier cliché le llaman ciencia y a su autor “intelectual”, proclamo desde ya la paternidad del término, no vaya a ser que los chinos me lo pirateen.

La cultura sensorial es la que entrona la estimulación de los sentidos como fin inexorable y última razón de la existencia. Es primaria, experimental y adictiva porque los sentidos se nutren de necesidades nuevas en una cadena infinitamente empinada de búsqueda siempre insatisfecha (el apetito es troglodita). Dentro de esta visión, lo sensorial se afirma como lectura hedonista de la existencia donde la complacencia a los sentidos (o a la carne, según San Pablo) constituye un imperativo ontológico. La cultura sensorial relega el conocimiento o la búsqueda de la verdad a planos marginales para proclamar la emancipación de los sentidos bajo el lema axiológico: “siento, luego existo”. La gente busca “sentirse bien”; el paradigma del éxito es la prosperidad en la libertad para “disfrutar la vida”: ¡salud, sexo y amor! La idea cultural de vivir en confort a costa de la mínima inversión es obsesiva en un medio donde el sacrificio y la solidaridad pierden centralidad y relevancia social. En esa concepción frívola de la realización del ser no caben reparos axiológicos. La sociedad sensorial es dependiente, distraída, narcisista, compulsiva, plástica y provisionalmente permanente. Tan mutante como las circunstancias que le urgen y tan quebradiza como las sensaciones que le seducen.

Lo patético es que el progreso tecnológico prohijado por la cultura sensorial ha estado al servicio de su cosmovisión. La digitalización procura reducir o anular el esfuerzo, estimular la distracción, deshumanizar las relaciones y dejarle a los softwares el trabajo para dispersar al hombre en la banalidad más diversa. El producto es un individuo hueco, solitario y adicto al ocio.

En el catálogo de las adicciones maníacas de la cultura sensorial la sexualidad es mítica: es la compensación más gloriosa de la existencia del placer. La realización del ser está coronada con esa expectativa como fuerza, motor, estímulo e ideal. El sexo libre es música, publicidad, arte, cine, industria, mercado, consumo y sistema; se mira, se oye, se palpa, se siente, se adora. Todo lo demás aburre, obliga y pesa. La música es una propuesta monotemática donde lo sexual es obsesivo; no se trata de un sexo acicalado en imágenes sutiles, sino desarraigado de su carnalidad más instintiva, como fiera fuerza animal. El sexo es psicosis voraz, frenética y bestial donde la “chapa” es un símbolo de adoración fetichista; una suerte de “chapicentrismo”. El baile urbano, más que una expresión liberadora del espíritu, es un dibujo gráfico de un coito canino, donde la imaginación pierde fantasías. A veces me pregunto: ¿será posible ver un vídeo musical urbano, por ejemplo, sin mujeres jadeantes de deseo mientras rozan sus nalgas electrificadas y sedientas de macho a un mequetrefe que ostenta carros de marca y lujo para acreditar su valor “humano”?

Probablemente a esta altura del escrito aparezcan algunos prejuiciosos muy incómodos preguntándose: ¿y de dónde salió este monje medieval o moralista de cartón? No se trata de un juicio de valor moral, créanme; es una alerta social a una verdadera enajenación con ribetes ideológicos que postra y diluye al individuo en el escapismo disolviendo todo sentido de pertenencia, compromiso y responsabilidad con la sociedad, a la que ve como una espectadora de sus éxitos materiales y buena vida o como la villana que le ha negado esos accesos, derechos u oportunidades. Basta leer cómo este estímulo al sexo adicto e irresponsable impacta en una adolescencia disfuncionalmente estructurada y sometida a condiciones críticas de pobreza y baja educación. El resultado es lógicamente predecible: la República Dominicana es el quinto país de América Latina en fecundidad precoz con 98 adolescentes madres de cada 1,000 mujeres. Una de cada cinco entre 15 y 19 años ha tenido hijo. Y eso va en aumento... mientras tanto, se escucha en la radio este poema: Más que una, ella quiere bellakeo del grueso/Que le paltan de’so, que le den completo y se jodió/Ella quiere que le unten de’so, del cremoso expreso /Pa chuparse el hueso y se jodió (Baby Rasta).

TEMAS -