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¡Déjenme gritar!

Nos llegó el momento de hacer por nosotros lo que creíamos que podían hacer otros. Ahora nos toca defendernos de nuestra propia apatía, abandonar el sofá y trabajar el cambio.

Respirar hacia adentro, soltar aire, tragar en seco y callar es un gesto ya cotidiano de nuestra resignación. Acostumbrarse a lo extravagante como patrón de vida exige el temple que a mí me falta. La convivencia en este país se hace más ruda, escabrosa y hostil. Y es que cada día nos distanciamos de lo razonable, de lo hacedero y hasta de lo humano, admitiendo como normales descarríos absurdos.

Acepto que me digan pesimista, nihilista, inconforme e ingrato, pero no me van a convencer de esta normalidad, la que hemos bordado con retazos de tantas perversiones: resistir un tránsito esquizofrénico, pagar servicios caros y malos, sortear los estorbos en las aceras, rozar la muerte al cruzar una calle, ver zonas residenciales impunemente tomadas por bancas de apuestas, pagar revistas cuando las chatarras rodantes se desarman en las calles, mirar cómo las torres sepultan áreas de esparcimiento, morder impotentes el ruido del vecino, soportar indefensos la violencia verbal para no perder la vida por una mirada, aceptar con sumisión los abusos de una autoridad pública que no rinde cuentas ni sufre consecuencias por sus omisiones, mirar al policía con la sospecha del delincuente, al político como un enemigo y al funcionario como un torcido paradigma del éxito fácil, entre infinitas temeridades. Tenemos que salir de nuestro círculo inconsciente para cobrar conciencia de que actuamos como una sociedad instintiva y paranoica, sometida a condiciones límites, sobreviviendo en cada sol y presintiendo lo peor en cada paso.

Acepto que como país pobre tengamos deudas históricas y muchas carencias, pero eso no debe obligarnos a consentir imposiciones aberrantes. En una sociedad amansada como esta, exigir derechos es una terquedad, porque lo lógico es que las cosas se acepten como vengan. Así, pedirle a la autoridad pública sujeción a la ley es puro ocio; reclamar cuentas es perder tiempo; protestar es conspirar; sugerir es buscar notoriedad; reclamar cambios es hacer política. Lo prudente y aconsejable, según los ciudadanos normales, es “dejar las cosas como están”, y “no meterse en eso”, porque a la postre “¿qué se va a ganar?” La tragedia alojada en esa actitud es saber que no andamos bien y pese a eso seguir como si nada. Eso es suicidio social.

Cada quien procura sortear a su manera los riesgos de vivir en la inseguridad y de buscar soluciones individuales a problemas colectivos. El sistema nos empuja a vivir como si cada uno fuera pedazo de una nación. ¿Cómo construir una identidad con visiones tan distantes y espacios tan fragmentados; con un sentido tan ajeno de lo común frente a un Estado ausente en todo nuestro drama?

Las apariencias nos envían mensajes engañosos, sutilmente hipnóticos: nos dicen que el país puede encontrar rutas sin hacer nada distinto, porque el sistema, por su propia dinámica, genera respuestas según las necesidades y los tiempos. Claro, esa visión torcida parte de que somos una sociedad institucionalmente funcional, socialmente equilibrada y políticamente sostenible. Esa es la razón ideológica del establishment para mantener intacto un modelo de concentración enajenante donde el bienestar desmedido de pocos se nutre de las privaciones de muchos. Opinar en contrario es pesimismo populista.

El discurso del progreso como aval del “estado de bienestar” está en boga. Un bienestar arcilloso soportado por una economía del gasto, el consumo, el endeudamiento y el lavado, pero justificado en el crecimiento de los desiguales: más para los pocos y menos para los muchos. Pero, ¡ay de aquel que no comulgue con la retórica oficial del progreso defendida con garras por sus contados acreedores!

Estrenamos torres de cuarenta pisos, en las playas dominicanas se solea el mundo, nuestros campos de golf encabezan los ranking mundiales, Punta Cana recibe vuelos de los cinco continentes, la tasa de conectividad es una de las más altas de América Latina, importamos más de treinta mil vehículos nuevos al año, las marcas mundiales tienen sus tiendas en la capital, las ferias bancarias son multitudinarias, los hábitos de consumo de las elites compiten con los de Mónaco o Andorra. ¡Aplausos! Lo demás son resabios envidiosos, según los oficialistas o paranoias pesimistas para los ciudadanos normales. El país anda bien, y lo que debemos es trabajar. Sí, es la filosofía del progreso liberal: trabajar, no importa para quién o para qué, trabajar sobre un polvorín y por un salario de parodia, trabajar para tener un trabajo y proclamar que hemos reducido la tasa de desempleo.

Nos llegó el momento de hacer por nosotros lo que creíamos que podían hacer otros. Ahora nos toca defendernos de nuestra propia apatía, abandonar el sofá y trabajar el cambio. Eso sí atemoriza a quienes se han aprovechado de nuestras ausencias y omisiones; eso sí es esperanza sin espejismos narcóticos. Es tiempo de salir, subvertir y actuar como protagonistas de nuestros pequeños espacios. El futuro no se espera; se construye, y lo que hemos logrado con sangre se lo están comiendo de un solo bocado.

taveras@fermintaveras.com

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