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Don Enrique

Desarrollé admiración infinita por aquel hombre menudo, bajito, humano, cordial, conversador, cálido, soñador, emprendedor, sin fisuras, que sacrificaba su propio patrimonio en pro de la causa que se convirtió en la razón principal de su existencia.

A Don Enrique Armenteros lo conocí cuando era líder de una cúpula empresarial impregnada de mentalidad crítica, convencida de la necesidad de construir un proyecto de nación homogéneo, inclusivo, viable, tanto en la vertiente política-económica como ambiental.

Me invitó a un almuerzo en la sede de la asociación Popular de Ahorros y Préstamos, cuyo consejo creo que presidía. Yo estaba poco más que empezando mi carrera profesional. Allí estaban algunas personalidades como el Arzobispo López Rodríguez. La reunión tenía que ver con el tema que le apasionaba, los recursos naturales.

En ese entonces yo soñaba con escribir, pero me estaba vedado, pues no era permitido que funcionarios del Banco Central se convirtieran en polemistas en los diarios nacionales.

Don Enrique supo de mi pasión por la naturaleza y creyó que podría contribuir para apuntalarlo en sus esfuerzos de que este país se convirtiera en sostenible para las futuras generaciones.

Lamento no haber tenido el coraje, ni el ímpetu, ni el atrevimiento ni la fuerza de secundarlo en forma activa y decisiva en su relevante misión. Lo hice en forma discreta. Y en eso siento un gran peso en mi psiquis, porque me supe objeto de su mayor confianza.

Desarrollé admiración infinita por aquel hombre menudo, bajito, humano, cordial, conversador, cálido, soñador, emprendedor, sin fisuras, que sacrificaba su propio patrimonio en pro de la causa que se convirtió en la razón principal de su existencia.

Era un verdadero titán. Una de las grandes personalidades que ha dado el país por su entrega absoluta a la preservación de los recursos naturales. Nada lo detenía cuando se le metía en su cabeza algo que considerara trascendente. ¿Para él? ¡Qué va! Para su patria que tanto amó, a pesar de sus imperfecciones y defectos.

Una vez me invitó a pasar un día en una finca suya en los alrededores de Cevicos. Quería que viera las variedades de especias que estaba cultivando y un palmito que trajo de Centroamérica para evitar la extinción de la palma dominicana. Ahí, disfrutando cual si fuera un muchacho cada vez que me enseñaba alguna variedad nueva, conocí las plantas de donde se obtiene la vainilla, la canela y muchas más. Su sencillez y espontaneidad eran auténticas.

Pretendía organizar en ese lugar un bosque o un parque, con un sendero para que familias y grupos lo visitaran.

Otro día me invitó a la Reserva de Ébano Verde. Llegué acompañado por José Peralta Michel. Allí creo que estaba también Merilio Morel, uno de los científicos forestales de su mayor aprecio.

Luego de haber conversado acerca de las perspectivas de la Fundación Progressio, subimos por una hermosa colina y nos enseñó un impresionante panteón recién terminado, cercano al ojo de agua del río El Arroyazo, cuyo murmullo acaricia el costado de la colina.

Estando dentro del panteón, nos dijo de sopetón: “De aquel lado quisiera que descansara mi esposa y en este otro lado estaría yo, qué opinan ustedes.” Conmovido le expresé que aquel era un lugar muy apropiado, en total comunión con la naturaleza, irradiaba paz y formaba parte de sus sueños, pero apunté que el entorno ofrecía seguridad precaria. Estuvo de acuerdo y dijo que tendría que haber vigilancia. Ese sitio, tan amado por él, debería servir para albergar su descanso eterno en cumplimiento de su voluntad.

Junto a Manuel Cocco, llegamos a plantearnos, no hace mucho, la organización en su honor de un homenaje en vida para que pudiera ofrecer un mensaje a la juventud dominicana, instándola a que se hiciera más responsable del destino de la patria, amenazada por la visible catástrofe moral, ambiental y la pérdida de las fuentes de las aguas, todas en curso.

No perseveramos en la idea. Y el sector empresarial, llamado a organizarlo, lucía mojigato, enfrascado en propósitos de visión más corta y de intereses particulares inmediatos, desconectados de las urgencias colectivas.

Fue así como se nos fue Don Enrique, rodeado del perturbador silencio y de la abrumadora abulia del liderazgo nacional, en un momento delicado para la salud de la nación y del propio sector empresarial.

Ya no habrá un Enrique Armenteros capaz de levantar su fuerte voz para suplicar que no dejemos secar la fuente de agua del manantial, instar a proteger las especies forestales endémicas, soñar y habilitar senderos para que el ser dominicano termine de consumar su comunión con la naturaleza, única vía para la sobrevivencia en esta agitada isla.

Con Don Enrique taladrando nuestras consciencias, había esperanza de país. Ya, no tanto. Ahora solo queda implorar que su simiente haya caído en terreno fértil y que, todos unidos, reaccionemos, porque si no lo hacemos, recogeremos en cuencos rotos las lágrimas infinitas de nuestro derrumbe como nación sostenible.

Querido amigo, Don Enrique, me inclino reverente ante su potente legado.

TEMAS -

Eduardo García Michel, mocano. Economista. Laboró en el BNV, Banco Central, Relaciones Exteriores. Fue miembro titular de la Junta Monetaria y profesor de la UASD. Socio fundador de Ecocaribe y Fundación Siglo 21. Autor de varios libros. Articulista.