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El embajador González Pons

Quienes fuimos sus compañeros en la etapa universitaria, siempre supimos que estaba dotado con condiciones superbas para la diplomacia: tacto exquisito, sentido de estar, conocimientos profundos de las relaciones internacionales, económicas y políticas, manejo de idiomas, vocación.

Cuando me encontraba en Madrid en el desarrollo de mis estudios universitarios, pude hacer amistad con otros estudiantes dominicanos que habían llegado en busca de conocimientos y con el propósito de ofrendar lo que aprendieran en beneficio de su patria.

Pocos pensaban en sí mismos. Muchos en un país que fuera grande por el concurso, por la calidad humana e intelectual de su gente.

Acababa de ser descabezada la tiranía de Trujillo. La raza inmortal se había inmolado. Y las mariposas de Conuco, Salcedo, habían sido sometidas a cruel barbarie.

La revolución estudiantil de mayo de 1968 en Francia, confirmaba lo que todos creíamos: con devoción, determinación y sacrificio se podía poner de cabeza al mundo, cambiarlo, transformarlo. Aquello de “la inteligencia al poder” no sería más una utopía, pensábamos, aunque luego sabríamos que si lo fue.

Dentro de ese marco tuve la dicha de conocer en Madrid, un buen día, a aquel joven bien tallado, presumido, con aspecto elegante dentro de lo que cabe en un atuendo estudiantil, y ciertamente inteligente, inquieto, cordial, desenfadado, sociable.

Él, Alejandro (González Pons), de fluida conversación, en cuyo desarrollo tendía a convertirse en protagonista, estudiaba ciencias políticas; yo, ensimismado e introvertido, estudiaba ciencias económicas. Estábamos en la misma facultad de la Universidad Complutense de Madrid (Ciencias políticas, económicas y comerciales).

Alejandro tenía una facilidad pasmosa de hacer amigos. Presumía que era de izquierda, al igual que todos aquellos jóvenes, o sea, nosotros, pues albergábamos inquietudes sociales, ansias de cambio y algunos nos sentíamos hasta embelesados por la aventura guerrillera de la revolución cubana.

Después, casi todos nos convertiríamos en burgueses atildados, con la aspiración de lograr el desarrollo humano en una sociedad inclusiva.

En algunas ocasiones amanecíamos estudiando, junto con otros amigos, en el apartamento que me acogía. Él siempre necesitado de café para engañar al sueño. Yo, rechazando ese tipo de muletas.

En los momentos de entretenimiento, y en las pequeñas fiestas y reuniones que se organizaban, él mostraba afición al canto y una voz potente y afinada. Por igual, era un bailador consumado.

Un día se graduó en la universidad y se fue a París a hacer un postgrado. Allí culminó su carrera estudiantil y también dio inicio a lo que fue su hogar al contraer nupcias con Sulamita Puig.

Después de muchas vueltas y avatares, Alejandro encontró el cauce para el desempeño de sus habilidades y talento, la diplomacia. Quienes fuimos sus compañeros en la etapa universitaria, siempre supimos que estaba dotado con condiciones superbas para la diplomacia: tacto exquisito, sentido de estar, conocimientos profundos de las relaciones internacionales, económicas y políticas, manejo de idiomas, vocación.

Aparte de eso, tenía dominio de la palabra, del buen hablar, condiciones excepcionales de buen orador y defensor del manejo escrupuloso de los recursos públicos. Al igual que era un convencido defensor de la dominicanidad, contra trancas y barrancas, a la par que preocupado y contrario a la invasión silenciosa que hemos sufrido en los últimos tiempos.

Un buen día tuvieron el acierto de designarlo embajador en Chile, luego en España, Bélgica y México. Y en todos esos lugares dejó una estela de reconocimientos y una amplia estela de amistad en favor de su país.

El partido de gobierno ha tenido bajo su sombrilla a un recurso humano extraordinario, que bien pudo haber sido un canciller de lujo y postín. Si lo hubiera sido, como lo merecía el país, estoy seguro de que hubiera puesto muy en alto el nombre de esta patria a la que tanto quiso.

Hace dos años, organizamos un viaje en un crucero por el Báltico. Él y Sulamita, junto a otros amigos, nos acompañaron a Eugenia y a mí. Estaba feliz. Fue inolvidable aquel reencuentro. Mencionaba con insistencia mis artículos, me animaba a continuarlos. Tal vez sentía nostalgia por no poder expresar sus pensamientos en la medida en que lo deseaba, pues el corsé diplomático se lo impedía.

Desde Copenhague los acompañamos a Bruselas, donde ya se encontraban empacando sus pertenencias, pues lo habían designado como embajador en Méjico.

Nos vimos en Santo Domingo cuando preparaba su partida para Méjico y luego cuando regresó por poco tiempo. Y se despidió hasta la eternidad, sin que lo supiéramos en ese momento.

Después le puse varios correos. Me enteré más tarde que la fatídica enfermedad lo había atrapado, para no soltarlo más.

Mi querido Alejandro, ojalá que en este largo recorrido en que estás empeñado, encuentres la paz y ¡quien sabe! si también la manera de darnos alguna pista para que aquellos que atesoramos tantas ilusiones junto a ti, también podamos cumplir, como lo hiciste tú. Hasta siempre, amigo.

TEMAS -

Eduardo García Michel, mocano. Economista. Laboró en el BNV, Banco Central, Relaciones Exteriores. Fue miembro titular de la Junta Monetaria y profesor de la UASD. Socio fundador de Ecocaribe y Fundación Siglo 21. Autor de varios libros. Articulista.