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El valor de actuar

Más que aprovechar una crisis para proceder a corregir los entuertos, lo apropiado sería poner candado para que no ocurriera, corrigiendo a tiempo esas debilidades y vulnerabilidades.

Ahora que he leído el magnífico libro titulado El Valor de Actuar, aprecio las decisiones que tuvo que adoptar su autor, Ben Bernanke, cuando dirigía la Reserva Federal de los Estados Unidos, en medio de la crisis de las hipotecas basura, que a partir del 2008 produjo la quiebra de innumerables entidades financieras y la grave recesión que abatió la economía mundial.

Colocado en la dirección de ese importante organismo, Bernanke estuvo imbuido, en el ejercicio de su gestión, de la misión de poner en práctica los amplios conocimientos adquiridos en el plano académico y dar a la función pública lo mejor de si mismo.

Esa circunstancia le permitió llegar a la conclusión de que “adoptar decisiones políticamente impopulares por el beneficio a largo plazo del país es la razón de que la FED sea un banco central independiente. Fue creado precisamente con ese objetivo: hacer lo que hay que hacer, lo que otros no quieren o no pueden hacer”.

Tal enfoque, que guió su trayectoria como máximo responsable de la política monetaria y de supervisión de los Estados Unidos, constituye un legado valioso.

En el pasado la banca central era un templo sagrado y misterioso en que se daba por entendido que solo los sumos sacerdotes conocían los secretos del bien y del mal; y no tenían que dar cuenta de sus actuaciones.

A ese respecto, Ben Bernanke refiere que Montagu Norman, el gobernador del Banco de Inglaterra en la década de 1920, 1930, y principios de 1940, expresaba su filosofía con el siguiente lema: No explicar nada, no disculparse nunca.

Con gran sentido del humor, el autor del libro desmitifica el quehacer monetario y sugiere que la oscuridad, ambigüedad y escasa transparencia en que dicho quehacer se mantuvo y aun se mantiene en algunos lugares, se debe a algo muy mundano y hasta profano.

En efecto, sugiere que una de las razones principales de ese comportamiento “es la misma por la que los fabricantes de salchichas no ofrecen recorridos por sus fábricas: si el público conoce los secretos del producto, su atractivo se resiente.”

En El Valor de Actuar afirma que, “el secretismo es un arma de doble filo. Puede servir para dar la impresión de que los banqueros centrales son omniscientes y dotarlos de mayor movimiento a corto plazo, pero también puede confundir a la ciudadanía, desconcertar a los mercados y alimentar las teorías conspirativas. Y en un mundo donde la transparencia y la rendición de cuentas en el sector privado y en el sector público no dejan de crecer, el secretismo resulta anacrónico.”

Sin el menor rubor, expresa con clarividencia y sencillez que, “yo sabía que una política monetaria sólida podía apoyar una economía sana, pero no podía crearla.”

Ese podría ser otro principio cardinal. Si una economía tiene debilidades, hay que corregirlas, no enmascararlas.

Refiriéndose a su antecesor, Alan Greenspan, dice que “se lo había considerado tan indispensable que durante un debate de las primarias republicanas en 1999, John McCain dijo que si el presidente del FED fallecía, colocaría el cadáver en una silla, le pondría unas gafas de sol y lo mantendría en el cargo.”

Sucedió, como suele ocurrir con los mitos, que ese icono monetario que fue Greenspan, no pudo evitar, sino que más bien indujo, tal vez sin darse cuenta, a que sus políticas condujeran a la terrible crisis financiera que estalló en 2008.

En un derroche de humildad, él, Ben Bernanke, considerado uno de los mayores especialistas en el tratamiento de las crisis financieras y recesiones, confiesa que “hacia el final de mi mandato alguien me preguntó qué me había sorprendido más de la crisis financiera. La crisis, respondí.”

Agrega que “al FED le costó reconocer la crisis y calibrar su severidad. A medida que fuimos viendo las cosas claras, nuestro conocimiento de los pánicos financieros del pasado guió nuestro diagnóstico.”

En otras palabras, los expertos más encumbrados ni siquiera se dieron cuenta ni pudieron diagnosticar cuándo y cómo iba a estallar la crisis, lo cual retrata bien el estado de desamparo en que todavía se encuentra el análisis económico.

Sus reflexiones acerca de la liquidez y solvencia constituyen lecciones que se creen sabidas, pero no lo son.

Así, explica que, “en una crisis de pánico, la distinción entre falta de liquidez y falta de solvencia se difumina rápidamente...” Y que “las grandes crisis de pánico acarrean falta de liquidez y falta de solvencia; para acabar con ellas puede ser necesario tanto emitir empréstitos a corto plazo como implantar inyecciones de capital.”

Si fuere cierto como afirman algunos que en ausencia de crisis los riesgos en el sistema financiero tienden a acumularse, entonces habría que estar alerta, pues, como asegura el autor, “los desencadenantes no pueden causar un daño excesivo si no existen debilidades estructurales, vulnerabilidades del sistema, una casa con cimientos débiles.”

Siendo así, más que aprovechar una buena crisis para proceder a corregir los entuertos, lo apropiado sería poner candado para que no ocurriera, corrigiendo a tiempo esas debilidades y vulnerabilidades.

A la luz de lo anterior, quizás no sea aventurado afirmar que las crisis financieras no solo suceden por el apetito insaciable y arriesgado de los agentes económicos, sino también por la falta de compromiso de las autoridades para actuar a tiempo.

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