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¡Es eso o... eso!

Si nos viéramos desde afuera nos sorprenderíamos de la inconsistencia que prevalece entre ese carácter cultural y el destino de nuestro pueblo.

Somos caribeños, gente emotiva e impetuosa. Pensar no es nuestra mejor virtud. Sentir es el alma de nuestra identidad. Nos cuesta pensar: es un pesado ejercicio de serenidad y disciplina. Somos más imaginativos que inteligentes, por eso producimos más artistas que científicos, deportistas que ingenieros, músicos que filósofos.

Nuestro genotipo se viste de todos los tonos, pero el germen africano impone su negra pureza. Por más nórdica que sea nuestra urbanidad o caucásica la piel, el cuero de los tambores convoca a las caderas para que se suelten sin recato ante su primer llamado rítmico. Ese espíritu misterioso, con aroma a jungla, anima, en los instintos, la libertad de nuestra idiosincrasia, como le cantaba el inmortal Nicolás Guillén al moreno caribeño: “Tu vientre sabe más que tu cabeza y tanto como tus muslos, esa es la fuerte gracia negra de tu cuerpo desnudo”.

La sensualidad del lenguaje artístico, la gracia de nuestras embrujadoras maneras y la pasión que empuja nuestras entregas nos hacen una cultura exóticamente mística, por eso los caribeños les hemos servido al planeta la más rica cesta de ritmos: la salsa y el reggae son universales; el reguetón se baila en todas las plazas del mundo y las academias de bachata son demandadas en Tokio, Madrid, Roma, Montreal, Londres y Moscú.

Si bien muchos extranjeros salen fascinados por nuestras maneras, a estos les resulta complicado entender cómo un carácter así de arrojado ha sido tan sumiso ante la realidad de su precario nivel de vida. Escuché a un académico colombiano decir: “Si los dominicanos aglutinaran la mitad de su pasión para revertir su miseria, serían en poco tiempo el Chile del Caribe”. En expresiones parecidas, un colega catalán me dijo en Barcelona: “Si ustedes abonaran un poco de la energía que gastan bailando bachata, tumbarían a la monarquía española sin dolor”. Siempre recuerdo una frase olvidada del exnuncio polaco Wesolowski, quien dijo el 14 de agosto de 2011: “admiro a la gente dominicana que soporta las dificultades con gran bondad y paciencia”.

Si nos viéramos desde afuera nos sorprenderíamos de la inconsistencia que prevalece entre ese carácter cultural y el destino de nuestro pueblo. No hace ni medio siglo, un puñado de dominicanos enfrentó una portentosa ocupación imperial. Hoy ese temple se ha rendido. Y no me refiero a insurrecciones épicas, hablo de ejercer y reclamar derechos, denunciar atropellos rutinarios, organizar acciones colectivas, reclamar cambios como actitud de vida. La riqueza interior del dominicano se desperdicia así en sus desamparos materiales, lo que lo deja sin capacidad para reconocerse ni redimir un pasado de arrojo. Esas energías han corrido por otros desagües.

Creo que nos llegó el tiempo de pensar y no sabemos cómo comenzar, sobre todo cuando pocas veces nos hemos preguntado colectivamente qué país queremos. La tarea se dificulta con la pila de escombros dejada por una cultura del poder emotiva, desordenada y autoritaria. El desafío asume así dimensiones insondables ante la carencia de tantas cosas: planeamiento de desarrollo, respeto a los compromisos, sentido de continuidad y fortaleza institucional. Por lo pronto, debemos reorientar nuestro futuro cambiando la fórmula “fulano es la solución” por “este plan es la solución”: de un enfoque subjetivista a uno objetivista.

Sé que la transición de una visión a otra es enredada pero posible; otras naciones han tenido que levantarse de sus ruinas después de grandes traumas para enrumbarse hacia un desarrollo “concertado” que las ha colocado en los rieles del primer mundo. En esa dinámica no esperemos que de las estructuras políticas vigentes emerjan tales innovaciones; todo lo contrario esos cuadros se sostienen a expensas de ese estatus quo; de manera que la iniciativa, en esta fase, le atañe a la sociedad como un todo, y es que el tamaño de nuestros desafíos nos obliga de forma tan imperativa como indistinta. La delegación que hemos hecho a los representantes políticos con base en la democracia representativa ha sido abusivamente ejercida y desnaturalizada. La idea no es prescindir de los partidos, sino empujarlos a renovaciones estructurales y a cambios de discurso, prácticas y visiones.

Aun con sus defectos, hemos tenido algunos ensayos participativos relativamente exitosos pero muy sectoriales. Hablo de un plan de desarrollo realista, concreto, de futuro, con revisión quinquenal o decenal, que comprometa inclusiones presupuestarias y políticas públicas sujetas a resultados. La idea es negociarlo políticamente y que ligue a partidos, gobierno y país. Luce quimérico, pero no hay opciones: ¡es eso o eso! La participación ciudadana dejó de ser elección; hoy es obligación. Un asunto de sobrevivencia social. Negarlo es engañarse.

Pese a todo, pienso que el capital de conciencia está haciendo sus inversiones espirituales en la República Dominicana y que hoy somos más los que estamos pensando más allá del presente. La sociedad demostrará que es posible un juego de ensueño basado en el esfuerzo de novatos con corazón inspirado que el aburrido juego de los veteranos. ¡Ganaremos!

taveras@fermintaveras.com

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