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Corrupción
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La corrupción dominicana en el contexto latinoamericano

«La corrupción es uno de los problemas centrales en Latinoamérica. Al menos así lo consideran uno de cada cuatro peruanos, uno de cada cinco brasileños y el 15% de los chilenos. Y estos datos (del Barómetro de las Américas) son previos a que Alan García, expresidente de Perú, se suicidase justo antes de ser detenido. También son anteriores al arresto de Michel Temer, hasta hace poco jefe del Ejecutivo brasileño. Pero, al mismo tiempo, un cuarto de los mexicanos, nicaragüenses, hondureños o ecuatorianos consideran que los sobornos tienen justificación». Jorge Galindo, El País, abril 27, 2019

El escándalo de corrupción, alimentado por los sobornos que Odebrecht repartió en un gran número de países latinoamericanos para lograr la adjudicación de obras públicas, ha mostrado el lado oscuro de la gestión pública que siempre se sospechó, pero que, a la vez, quedaba en el terreno de lo especulativo. La corrupción ha sido siempre difícil de probar, aunque por la diferencia entre la ostentación y la realidad de los ingresos formales muchos funcionarios públicos no pudieran justificar su nuevo estatus económico. Con Odebrecht se pasó de lo especulativo a lo cierto y, de paso, quedó develado cómo la corrupción dejó de ser una práctica local para convertirse en un entramado internacional que aprovechó las economías de escala para lograr mayores niveles de acumulación patrimonial.

Y si algo ha quedado claro es que Odebrecht tenía muy buenas razones cuando decidió que su departamento de corrupción se instalara en República Dominicana bajo la protección del Gobierno dominicano. De hecho, en el proceso que se le ha seguido a la seleccionada muestra de implicados se han podido notar debilidades en el expediente acusatorio que sugieren que la Justicia dominicana estuvo más interesada en encubrir a algunos ‘pejes gordos’ que en descubrir a todos los involucrados; se trata de una estrategia que, por demás, revela el grave problema de corrupción que aqueja a los dominicanos.

En esta misma dirección, recientemente, Jorge Galindo en El País destacaba los datos del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Vanderbilt y datos del Banco Mundial acerca de la incidencia de la corrupción en una muestra de países latinoamericanos, incluido el nuestro. Y la conclusión es la misma: República Dominicana se sitúa entre los peores países de la región en materia de corrupción. De una muestra de dieciocho países, la República Dominicana solo es superada por México, Paraguay y Perú en cuanto al porcentaje de empresas que esperan ser obligadas a pagar sobornos.

Asimismo, los datos revelan que los dominicanos son los individuos que encuentran mayor justificación en la corrupción. Esto pudiera explicar –parcialmente– por qué la corrupción aparece frecuentemente fuera de los tres principales problemas que padecen los dominicanos. De acuerdo con los datos, mientras mayor es la desigualdad económica (como en la República Dominicana) mayor es la probabilidad de que los individuos justifiquen la existencia de la corrupción. Y también pudiera revelar hasta qué grado se ha enraizado en la cultura popular la creencia –estimulada desde el ejercicio de las funciones públicas– de que las prácticas corruptas son un eficiente mecanismo de movilidad social. Y, ciertamente, lo han sido. Pero una movilidad social que crecientemente dependa de la corrupción solo conduce a la depredación social y al caos.

Una correlación que normalmente arrojan los datos es que a mayor nivel de ingreso per capita menor es la incidencia de la corrupción. A simple vista, se puede apreciar que los niveles de corrupción son generalmente menores en los países desarrollados. Sin embargo, en el caso dominicano, el paso de un país de bajos ingresos a uno de ingresos medios – motorizado por el extraordinario crecimiento económico, el más alto de la región – ha sido acompañado por la percepción – contrario a lo esperado – de que los niveles de corrupción también son mayores. En este sentido, aquí se puede hablar de un círculo vicioso entre corrupción y los bajos niveles de institucionalidad, con una dañina retroalimentación entre ambos.

Galindo, tratando de visualizar alguna solución plantea: “Si tenemos que esperar a que los países latinoamericanos dejen de ser tan desiguales e incrementen sus niveles de PIB per cápita para que disminuya la corrupción, nos queda una larga espera por delante. Una que se cuenta en generaciones más que en años”. Quizás, el problema pudiéramos verlo desde otra perspectiva: no es la desigualdad que causa la corrupción; es, probablemente, la corrupción – controlando por otros factores – que causa la desigualdad. Si este fuera el caso, se puede esperar que un programa serio de lucha contra la corrupción conduzca a una reducción significativa de la desigualdad, asumiendo un acompañamiento de las correctas políticas públicas.

Sin embargo, la experiencia muestra que la lucha contra la corrupción es, sobre todo, un problema de voluntad política. En otros países de América Latina se ha comprobado esta realidad. Cuando dicha voluntad lo ha permitido, el sistema de justicia ha operado con cierta independencia y se han logrado, como en el caso de Odebrecht, resultados alentadores. Pero, lamentablemente, no se puede decir lo mismo del caso dominicano. Para Galindo, no obstante, “la lucha contra la corrupción guarda en su seno una oportunidad de movilización política y electoral como pocos temas en el continente”, lo que puede ser completado con la frase que se le atribuye a Orwell de que “un pueblo que elije y mantiene corruptos en el poder no es víctima, es cómplice”.

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