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La verdad acerca de la posverdad

Dado que todo es verdad ya nada lo es. Friedrich Nietzsche

Conforme al entendimiento de la hermenéutica los términos y vocablos en todos los idiomas y lenguas van tomando significaciones contextuales: Corrientes de pensamiento, idiosincrasias y paradigmas que fluyen y fijan en el curso del tiempo las sociedades. Así también, van perdiendo acepciones y significados por el desuso y hasta son, en las transcripciones –y ni decir de las traducciones- siendo cambiados por términos más acordes con el pensamiento o doctrina predominante de la época. De similar modo, las nuevas extensiones y constructos sociales o tecnológicos han ido acuñando numerosos nuevos términos. Uno de ellos es el cada vez más difundido de posverdad.

El término es ‘chic’ y hasta eufónico. Es un neologismo (ya entrando a final de este año formalmente en el Diccionario de la R.A.E.) que sienta bien a los oídos y no parece saber mal a los labios de políticos, estrategas de campaña, comunicadores, polemistas, mixtificadores y en general a todo público, lego o conocedor, que quiere o parece inscribirse en la verbalización y el uso relativista de la modernidad, todo bajo la tácita o expresa consigna de ‘Nada es lo que parece; las cosas son o puede que no sean y la verdad no está en ninguna parte, sino en cómo la construyas y de cómo el que la reciba la sienta’. La posverdad pretende, como instrumento de lo ‘políticamente correcto’ (¿¿??) supeditar la verdad objetiva, por argumentos de aparente verdad emotiva.

La posverdad parece haberse introducido en múltiples niveles y ámbitos como forma sutil de referirse –y justificar- con figurada gracia la no-verdad tolerada o entendida, resultando a fin de cuentas, mismo perro con más decorado collar, es decir, sigue siendo la inveterada mentira, que desde el principio de los tiempos y el nacimiento del lenguaje los seres humanos nos hemos valido para engañarnos, confundirnos, manipularnos o ser manipulados. El catálogo de verdades ocultadas, modificadas, distorsionadas, re-editadas, es de tan monumental vastedad en la historia, que no es susceptible de recopilarse, elaborarse, ni mucho menos editarse en formato alguno, ni siquiera digital, pues su volumen o total de yottabytes (más de diez mil millones de megabytes) podrían en sus páginas o memoria superar en mucho todo cuanto se ha escrito en nuestra existencia como especie.

Pero la adhesividad, la pegajosidad de la posverdad es alta y se resistirá a ser sacada del cotidiano vocabulario –y uso- de entendidos y desentendidos. A pesar de que muchos opinan que su práctica se puso los pantalones largos cuando empezó a ser usada por el actual Presidente de los EE.UU. Donald Trump, tanto en campaña como en su mandato presidencial, con sus interesantes e inesperadas variaciones de sentencias, opiniones y declaraciones de intención a través de una red social que particularmente él ha convertido en medio de difusión presidencial personal, lo cierto es que desde años se vienes prefigurando su uso. Presidentes y gobiernos de todo el mundo, incluyendo el de George W. Busch (EE.UU.) con el manejo de las noticias, tras los ataques del 11 de septiembre del 2001 y que llevó a la guerra contra Iraq y Afganistán y por supuesto, gobernantes dominicanos, han venido y vienen haciendo uso práctico de posverdad, sólo que esto no ha constituido novedad, salvo en ocasiones graciosas en que autobiografías o memorias de ejecutivos han consignado en ellas hechos inexactos (otra manera elegante de llamar lo falso, o falaz) y cuando algún historiador o cronista, con pruebas o hechos ha intentado corregirles, han aducido como reiteración y contra-prueba que “esa es la verdad, porque así es como yo la recuerdo”. Existe en nuestro caso, sin embargo, una tendencia en aumento, a contracorriente de la mansedumbre, escapismo y hasta hedonismo de muchos dominicanos, de tomar mayor consciencia de la presencia de posverdad tanto en las estrategias informativas y publicitarias del gobierno (ni propaganda ni relaciones públicas, por favor) como de las posverdades de quienes le adversan. No puedo, como ejemplo simpático de esta no grata rebautizada moda, dejar de mencionar a un querido amigo, Miguel N., animado polemista, quien –muy en afinidad con la corriente de posverdad afirma: “yo no miento; sólo juego con la verdad”.

En los siglos XVI, XVII y XVIII, todas las lenguas prohijadas por el latín, las llamadas romances, se cubrieron de giros, frases, términos sofisticados e innumerables sutilezas conque las clases pudientes, la realeza y las cortes, disfrazaban o adornaban verdades con gracia y donaire: por igual sarcasmos, (los famosos “pellizcos al alma”), ironías, cinismos, así como las respuestas ágiles, afortunadas, punzantes o desarmadoras, todo en un universo de significados, a veces tan oscuros como los gongorinos, (oscurantismos), los circunloquios (decir cosas sencillas de manera larga, adornada e indirecta), las perífrasis y las paráfrasis (decir o escribir lo mismo en forma más extendida o diferente), con el fin de encantar, desorientar, mostrar agudeza o sabiduría, de las que muchas veces en realidad se carecía.

Cierto es que muchos paradigmas de ciencia y sociedad están cambiando rápidamente y verdades inobjetables que fueron por siglos o por años tomadas como cartas de fe científica se están desmoronando a la luz de nuevos descubrimientos del universo, de la biología, de las nuevas teorías post-evolucionistas, de las inteligencias múltiples, de los estudios de las Ciencias de la Complejidad y el Pensamiento Complejo, que presentan una nueva visión frente al esquema científico newtoniano, disciplinar, reduccionista, lógico, secuencial, envolviendo no sólo la realidad natural, -el mundo, la vida, el universo- sino la realidad del nodo individuo-sociedad y su relación como parte-todo-parte y sus complejas continuas interacciones, todo lo anterior impulsado y más en-red-ado en forma banal o seria por la inmensa red global billonaria de usuarios digitales, de manera fácil, instantánea, móvil: Individuos todos con derecho a recibir y producir información, con capacidad también de conformar, re estructurar (¿distorsionar? No, por favor recordemos que estamos hablando de posverdad) la información o su edición conforme a su deseo, necesidad o criterio. Pero la emocionalidad, aun siendo parte esencial y fundamento de la naturaleza humana, es condición necesaria, pero no suficiente frente a la veracidad.

Si hay algo verdadero en la llamada posverdad es que esta se ha entronizado. Frente a un curso indefinido, quizá de ominosa trayectoria, que lleva a su creciente uso, sin acudir a santos y moralistas y a la fe consignada en los libros sagrados, podemos valernos de la sabiduría de ilustrados como Molière, quien nos advirtiera hace más de tres siglos que ‘Todos los vicios, cuando están de moda, pasan por virtudes’. La posverdad es pues, el mismo perenne e impertérrito vicio de la mendacidad, de la vulgar y simple mentira a secas, en un intento inútil -a mi entender- de disfrazarse con algún decoro. Nada nuevo es ni ha sido apelar a las emociones en el sostenimiento de una mentira. Tendremos, no obstante, posverdad para rato, oxigenada por apologistas, racionalizadores y detractores... hasta que cambie de nombre y continúe imperturbable con nuevo disfraz.

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