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Partidos políticos
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Primarias, importantes, y sin embargo triviales

Este país no merece vivir sometido a los vaivenes y desgarros a que los somete la lucha por adecuar a cada paso la constitución que se ha dado, para confeccionar un traje a la medida de ambiciones particulares.

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Primarias, importantes, y sin embargo triviales

La política (y también el ejercicio jurídico especializado en lo constitucional), se ha ido convirtiendo en un enredo en que al pueblo se le impone lo trivial, haciéndolo parecer lo importante.

Da pena contemplar cómo se dilapidan tantos recursos económicos y tiempo en discusiones que no son tales, pues las conclusiones están predeterminadas, amparadas en una apariencia de disquisiciones académicas.

En este juego sin sentido y sin rubor, participan políticos engolosinados por el poder, y juristas que los sirven, atraídos no por el arte de la controversia ni la demostración de lo que es justo, sino por las apetitosas mieles que derraman los panales colgados al borde de las alturas.

En concreto, el juego se enfoca en evitar que alguien alcance de nuevo la gloria, y, de paso, en poner alfombras para que otro permanezca en ella, y si no se pudiera, que su dedo designara al nuevo afortunado.

Pero sucede que, colocados en ese tablero, no parecen darse cuenta de que el país está situado en un punto en que se asoman con claridad nubes tormentosas, que reclaman atención y acción inmediatas.

Las señales son claras: un producto nacional con tendencia a la desaceleración, deuda pública con bríos desbocados, situación fiscal al borde de lo crítico, desplazamiento creciente de dominicanos de los puestos de trabajo por haitianos indocumentados, progresiva merma de la soberanía, inseguridad ciudadana en aumento, competitividad desgastada, irritación colectiva.

Tampoco parecen percibir que se ha quebrado una parte de la confianza que debe acompañar a la ciudadanía, en la estimación y credibilidad de sus instituciones.

Al mismo tiempo, en el Congreso Nacional se conocen propuestas (tal vez insuficientemente meditadas, tal vez al borde de lo prudente) de modificación del presupuesto nacional del año en curso (2017), que esconden particularidades de grandísimo calado, con potencial de espolear las preocupaciones, y se avanza en su aprobación sin que probablemente se haya advertido a plenitud sus consecuencias.

Todos esos elementos citados, deberían reunir a la clase pensante y a los líderes de la nación, con el propósito de buscar soluciones para evitar la irrupción de una nueva crisis o por lo menos suavizarla.

Si a la situación de fragilidad de algunas variables económicas y sociales, se uniera el sentimiento de frustración e indignación causado por el manejo inapropiado del caso Odebrecht y los eventuales efectos de la política migratoria de los Estados Unidos, lo aconsejable sería dejar de lado la histeria grupal y convocar a la nación a trabajar juntos para apuntalar los puntos fuertes de la sociedad y de la economía.

Dejar de lado lo importante para grupos partidarios, pero trivial para el colectivo, podría constituirse en la clave, primero, para evitar la irrupción de una gran conmoción que desordene el aparato productivo, y segundo, encaminar la sociedad hacia un tramo más alto de desarrollo.

Pero no. El énfasis está puesto en la lucha grupal. De ahí que, se convoque a juristas por aquí, juristas por allá, para que digan lo que conviene; eso si, revestidos de una docta e inmaculada sapiencia.

Y, pese al montaje de todo ese tinglado, la clase política haría bien en terminar de aprobar las leyes de partido y electoral, sin elementos extraños, como sería el caso de las primarias forzadas, pues la insistencia en el asunto comienza a producir úlceras en el tejido social, a encabritar ánimos y a crear un clima no propicio al desenvolvimiento de las actividades colectivas.

Lo sensato sería dejar que cada partido eligiera su candidato sin perturbaciones externas. Y que el proceso electoral estuviera dotado de garantías que otorgaran un trato igualitario a los candidatos en el acceso a los medios de comunicación e impidieran el uso de recursos del Estado a favor de determinadas candidaturas.

Eso es lo que convendría al ejercicio democrático, sin espuelas populistas ni garfios demagógicos.

El poder siempre es efímero, por más que intente prolongarse, mientras que el reconocimiento de un pueblo a un líder o a un grupo por una labor bien hecha, es eterno, lo mismo que el repudio cuando ocurre lo contrario.

Lo que no se hace en el poder en 8 años, no se logrará en 12. Al contrario, mientras más larga sea la permanencia, más profundos podrían ser los vicios y riesgos en que se incurre, y, en consecuencia, más tormentosa la salida.

Este país no merece vivir sometido a los vaivenes y desgarros a que los somete la lucha por adecuar a cada paso la constitución que se ha dado, para confeccionar un traje a la medida de ambiciones particulares. Es hora de dejarla en paz, respetarla, acatarla; someterse a sus dictados

Ese y no otro es el camino para el engrandecimiento de la sociedad y para el fin de la turbulencia que ha marcado el destino nacional, desde los tiempos de Concho Primo. ¡Por Dios, ya es hora de cordura!

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