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Quejas a Dios

Ocupo un attosegundo de tu eternidad para pedirte que me leas el corazón a través de estos trazos. Lo hago sin juzgar el escarnio murmurante de los que en ti no creen. Perdona el tuteo, pero mi carácter es muy arrojado. Francamente no sé por dónde comenzar, sin embargo, como no tienes escalas ni precedencias en el tiempo, me tomo la libertad de la elección.

Escucha, estoy muy confundido; en la tierra están sucediendo cosas extrañas que me aturden el alma. Para empezar, ¿cómo es eso de que 62 personas tengan la riqueza de la mitad de la población más pobre del planeta? Lo entendería si el hambre fuera una añeja reseña del pasado, pero cada día mueren 25,000 personas por esa muda tragedia y casi mil millones padecen de hambre; obvio, sin considerar los 2,800 millones de personas (40 % de la población mundial) que subsisten con menos de dos dólares por día. Como paradójica compensación de ese drama, apenas el año pasado el gasto militar mundial fue de 1,686 billones de dólares, una cifra monstruosa pero suficiente para mitigar el hambre en los próximos diez años o reconstruir a doce de las naciones más pobres del planeta.

Sin embargo, ese cuadro de inequidad, que acepto como infausta secuela de nuestro extravío espiritual, no me lacera tan sensiblemente como el testimonio de los que dicen hablar en tu nombre. Me pregunto si tu hijo Jesús, que según su propia confesión “no tenía dónde recostar su cabeza” (Mateo 8: 20), podría hoy ser sujeto de crédito en un banco con un patrimonio de cuatro mil millones de euros operado por la iglesia que proclama el legado de su autoridad y que detenta cerca del 3 % de la riqueza inmobiliaria del mundo. Créeme que no me imagino ver a tu hijo calculando los rendimientos de su portafolio de inversión en Wall Street o en un jet privado rumbo al Caribe después de una extenuante jornada de predicación a través de cadenas globales de televisión sustentadas por las ofrendas de millones de incautos. Perdóname, pero ante ese escenario ¿cómo evito recordar la entrada triunfal de tu hijo a Jerusalén sobre el lomo de un asno prestado? (Marcos 11:7).

Me costaría dos mil años de fe admitir la sumisión de tu hijo al “evangelio de la prosperidad” prohijado por el capitalismo decadente del consumo espiritual, ese evangelio de microondas “made in USA” que estigmatiza la pobreza como maldición y proclama la vida abundante allí donde el agua potable es todavía pretensión quimérica; o verlo aceptar cortesías al mejor talante de aquellos fariseos que él mismo reprendió con acritud porque “amaban las primeras sillas en las sinagogas y las salutaciones en las plazas” (Lucas 11: 43). Se aferran a los títulos grandilocuentes, a las reverencias y a los atuendos purpúreos como garras a la piel; claro, ese es el disfraz que les da entrada a los palacios, a las recepciones donde reciben pleitesías viscosas de la riqueza más pobre.

Padre, a muchos de los que dicen ser tus enviados les seduce el poder como el deseo a la carne, tanto que han sepultado el eco profético del pasado para apañar los pecados de gobernantes y tiranos de hoy. Antes de predicar sobre la injusticia y la misericordia enaltecen la espiritualidad plástica de nuestros días, esa que se oxigena con los histerismos, las luces, los altos decibeles del “espectáculo litúrgico” y la fe como sedación del espíritu o como onda esnobista de los tiempos.

Vivimos la era del evangelio light: el que se profesa desde las redes sociales, el que arrebata las bendiciones del bienestar individual y frívolo; el que se suda en los conciertos musicales, el que desata sensaciones escalofriantes, el que se promueve con “los milagros” como mercancía, el que provoca excitaciones masivas y enardece las emociones del “espíritu”; sí, ese evangelio del milenio marcado por el éxito y la vida próspera, forjado por los nuevos reformadores: los profetas de los púlpitos electrónicos cuya narcisismo ocupa tu centralidad; esos que arrastran muchedumbres magnetizadas por los efectos alucinantes del show. Un evangelio extraño al sacrificio, al sufrimiento y al dolor.

Los llamados profetas de hoy levitan en abstracciones del futuro mientras el presente moral se arruina a sus pies. Han entregado los atuendos de cilicio por subvenciones, asientos en los consejos de gobiernos, exoneraciones y prebendas. Se han rendido a la lealtad servil a favor de un statu quo corrompido, silenciando, sin culpas, sus robos, impudicias y desafueros. Esos son los que desde sus púlpitos llaman al arrepentimiento por el pecado de un trago de cerveza pero callan cuando les toca aceptar como “bendiciones” donaciones oficiales; los que bendicen obras sobrevaluadas, los que venden la fidelidad de sus ovejas a precio electoral, los que creen honrar a los hermanitos con nombramientos en el Estado, los que como dijo tu hijo Jesús: “recorren mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacen dos veces más hijo del infierno que ellos” (Mateo 23:15). “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe” (Mateo 23: 23).

Pero pierde cuidado: lejos de desalentar mi fe en ti, se ahonda mi compromiso. Sé que como pecador se me impide juzgar a los demás, pero esto dejó de ser una conducta personal y hoy es un sistema alienante que engendra una generación acomodada a las delicias de la fe. Me anima al menos el ejemplo de aquellos que creen en el silencio de la caridad, en la grandeza de los pequeños espacios, en el milagro de la entrega, en la vida integral, en la bendición de servir y en el éxtasis de amar. Con aflicción, un pecador.

taveras@fermintaveras.com

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