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Un hombre en un salón de belleza

El salón de belleza es la galería más indiscreta de la cotidianidad femenina. No existe un espacio donde su impronta ruede más espontáneamente.

Al abrir la puerta sientes el abrazo gaseoso de los aerosoles; ya un paso adentro, notas que eres un extraño en un ambiente dominado por el hair spray y las mujeres. La sensación es muy parecida al sonrojo que provoca entrar al baño equivocado. Es tan difícil evitar la culpa de ser hombre cuando llegas por primera vez al salón de belleza.

Las miradas se amontonan en tu cara como moscas sobre el azúcar. La idea instintiva es sentarse lo más rápido para salir del foco de atención. Esos dos minutos de espera son exasperantes; aún más responder en voz alta a una pregunta tan forzosa como indeseada: “¿Qué va a hacerse, don?”. ¡Oh Dios!, no hay peor distinción que la de “don” en un ambiente donde la edad promedio es de 25 años y la música que suena en las bocinas es de Maluma, Farruko, Nicky Jam, Wisin y Daddy Yankee. Sería un efecto sinfónico para el alma oír “don” al solicitar un préstamo bancario, pero para los devotos de la Ley de Murphy esa es pretensión quimérica: hay que tragarla en seco en el momento y lugar indeseados; justamente en el salón de belleza. Uno se siente jubilado, caduco, un hospicio rodante. ¿Y con qué valor contestar?, por ejemplo, con: “Vine a darme un tinte”.

Lo patético es que la vida del salón se suspende a la espera de tu respuesta, como si de ella dependiera la paz en Siria o la unificación de las dos Coreas. Me imagino el apuro de los metrosexuales cuando, venciendo el ruido de los secadores y la música, tienen que contestar a viva voz: “Vine a retocarme los reflejos”. ¡Oh, my God! Un siniestro paredón de la Inquisición cosmética.

La próxima tortura es la ligera turbación de la encargada de atención para decidir a cuál de las muchachas le da la orden. Algunas te miran de pies a cabeza como para ver si vale la pena abandonar por ti su ocupación. Las miradas escrutadoras te escanean como un haz de láser. Otras musitan resabios entre dientes. Obvio, después de la propina de ese día en las próximas visitas ya no eres “don”, eres “mi don” o “mi more”; entonces se enciende una muda pero celosa disputa por atenderte.

El salón de belleza es la galería más indiscreta de la cotidianidad femenina. No existe un espacio donde su impronta ruede más espontáneamente. Eufóricas, las muchachas hablan juntas sobre temas menudos y diversos. Se tocan, se halagan y se emocionan por cualquier detalle, esos que los hombres apenas advertimos o nos abruman desde el primer minuto. Disfrutan con frenesí cada palabra; la saborean, la mastican y la rumian: toman un tema, luego lo abandonan por otros tres o cuatro, y, en transiciones imperceptibles, lo retoman en el mismo orden que lo dejaron.

No bien se conocen, se dicen “linda”, “amor” “cariño” y otros halagos tan viscosos como la gelatina del pelo que se desliza por una fina cabellera y a los que a un macho les costaría muchos tragos para confesarlos a otro igual sin empachos. Se prestan y hasta se regalan detalles de uso. Y ni hablar de las confesiones emotivas: algunas no guardan bochornos para vaciar sus desconciertos sentimentales o sus frustraciones laborales. Ese gesto es compensado por exclamaciones solidarias de apoyo: “No te apures, manita”, “Echa pa’lante, tú puedes”... y no duden que asomen algunas lagrimitas en ese cerco improvisado de afecto.

Sin embargo, ¡cuidado!, no todo es bondad de género: con igual pasión ponen en la guillotina a cualquier presumida que juegue con ostentaciones no justificadas o frivolidades senilmente financiadas. La despedazan, la muelen y se empolvan con sus restos, aunque siempre se cuidan de dejar un reparo enlatado en una expresión “hondamente” compasiva: “... Pero en el fondo ella es una buena muchacha...”; claro, muy en el fondo... es como clavar la cruz en un montón de escombros.

Entre ese cuadro de cálida cofradía, las muchachas del servicio no dejan de husmear hasta los gestos más nimios de las confesantes mientras trabajan afanosamente en la erección de un moño de tres pisos sobre la cabeza de una doña huraña. Es como construir una torre sin armazón. Lograr aquello es una obra de arte que demanda más esfuerzo industrial que cosmético. No sé para qué las mujeres se hacen esos monumentos capilares tan pomposos, prefiero no imaginarme cómo amanecen la noche después de su lucimiento. Particularmente pienso que el pelo de la mujer luce mejor en libertad.

El salón de belleza es una pasarela de la vida tal como es; un espacio oxigenado para renovar la estima propia, don que en la mujer es principio irrenunciable de vida.

¡Dios! ¿Qué del mundo sin las mujeres? La mujer es color, luz, vida, sensibilidad, delicadeza y detalle.

Salir del salón de belleza es reencontrarse con la rígida y aburrida masculinidad de la vida. Un mundo de expresiones unidireccionales, opacas, calladas y hasta rudas, donde las angustias llueven adentro y las palabras siempre sobran. Quedan apenas los ecos de las risotadas, el crujido de los blowers, los vapores químicos mezclados con la dulce pena de una bachata oliente a cerveza. Te queda en el pelo el aroma a mujer tostada de vida...

taveras@fermintaveras.com

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