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Yo he visto

Yo he visto... Desde pequeño pude conocer a personajes de mi pueblo. Tuve la oportunidad de educarme en la escuela de la señorita Virginia y en el liceo dirigido por Acely Guzmán. Y de ser casi vecino de la señorita Aurora Tavares Belliard, la “seño”.

Fui testigo del ajetreo de la familia Rancier, sumergida en medio de clavijas, enchufes y teléfonos de manigueta, en su central de telecomunicaciones.

Yo he visto y saboreado.

Me embuché de las famosas galletas de manteca de Marcelino Ruiz. Saboreé las galletas de Martín Cruz y me aficioné a sus suspiros de colores. Degusté las bolas de caramelo que fabricaba Guayo (Eduardo) Liriano. Me deleité con las empanadas de doña Lula y de Fefa. Y llegué a consumir el famoso pipián y el refresco Imperio.

Yo he visto y curioseado.

Vi de cerca a las estrellas del voleibol mocano. A José Sánchez, rematador inimitable. A Rubén Lulo, el más completo de todos. A Rafaelito Martínez, gran estelar. Me sorprendieron los pleitos a pedradas escenificados entre las fanaticadas de La Vega y Moca.

Alcancé a ver jugando béisbol de alto rendimiento en el campo del antiguo hipódromo al bolo (Eduardo) Liriano. Escuché de las proezas de Popón López, Guillermo Estrella y Bragañita García.

Yo he visto y aprendido.

El teatro Don Bosco fue escenario para que mi mente, siendo niño, se elevara al contemplar las películas sobre aventuras del espacio que me hicieron reflexionar acerca de la vastedad del universo. Descubrí que el mundo no terminaba en las lomas de Villa Trina ni del Mogote.

Oficié de monaguillo del padre Flores. Celebré con alborozo el obsequio de los recortes de hostia, aunque rumié el desencanto porque nunca me dejaron catar el sabor del vino que se usaba en la misa.

Conocí al padre Bobadilla. Al confesarme, se quedaba mirándome como pensando qué pecados pudiera albergar un alma tan ingenua en su poquísima edad. Me despachaba enseguida, sin ni siquiera tener que escuchar que no tenía nada que decirle, pues lo sabía de antemano.

Yo he visto y jeringado.

Trajinaba por la Cancha, el Club Recreativo, el complejo deportivo Don Bosco, la Granja Agrícola, por todos los rincones, escrutando, mirando, conociendo, observando. Mis pies trazaron un mapa completo de la geografía de mi pueblo.

Y yo, que era flaco y feo, sentía como un halago que me llamaran Cocoliso. Eso facilitó que me admitieran en todos los grupos sociales.

Yo he visto y socializado.

Traté a gente pobre, menos pobre, y a otros con posibilidades económicas. Era una sociedad más abierta, aunque no necesariamente justa. Había clubes cerrados en su membresía, pero en la calle no se percibían diferencias sociales marcadas.

Disfruté de la caída estrepitosa de la lluvia en el rostro y compartí con los amigos los baños debajo de los caños que recogían las aguas de los techos de cinc. Navegué por las anchas avenidas de agua que cubrían las cunetas y las aceras, deslizándome como si anduviera en bote.

Yo he visto y “tiguereado”.

Jugué pelota descalzo en las calles de este pueblo. Y con zapatos en el estadio Don Bosco, o en la Granja. Jugábamos todos los juegos, incluyendo el fufú y el pan caliente. O a quien saltara más alto, marcando con saliva las paredes de las casas. O al trompo. O brugas. O volando chichiguas. O a cualquier otra cosa.

Disfruté de las fiestas patronales, palo ensebado, corridas de cintas, de sacos, los caballitos de Monclús, los macaraos, y las alboradas. Me aficioné a tirar piedras a los techos de cinc para oír el estruendo que causaban. Y a visitar el famoso Rincón Bermúdez, escuela de iniciación sexual.

Yo he visto y admirado.

Admiré las sencillas pero hermosas casas de madera provistas de techo alto, cielo raso y de amplios ventanales. Supe que en el trópico lo inteligente es evitar la concentración de calor.

Vi a abogados renombrados, entre ellos Antonio Rosario, Julio César Castaños Espaillat, Manuel García Lizardo, Artagñán Pérez Méndez, compañeros de profesión de mi padre. O a médicos de prestigio como los doctores Carlos y Antonio Rojas Badía, Pedro Guzmán, Bienvenido Rodríguez, que hicieron de su profesión un santuario de ética y humanidad.

Solía contemplar a Felipito Cartagena, casi centenario, recorrer en bicicleta cada día el pueblo, imperturbable.

Conocí a un alemán, Carl Uhrig. Curaba a mi hermano Carlos de las hemorragias que le causaba la hemofilia. Me enseñó a tocar el bandoneón. Era un sobreviviente del atentado sufrido en las lomas de Jamao en 1933 por el grupo de judíos alemanes de Filareto Kavernido, anarco sindicalista, practicante de la vida en comuna y del amor libre.

Yo he visto y crecido en una familia homogénea.

Me encantaba contemplar a Estela Michel caminar las calles con su bata blanca inmaculada, repartiendo bendiciones y dones. A mi abuelo Eduardo, dominar las argollas a los ochenta años, o racionar los productos que vendía en su “Arca de Noé” para que no fueran acaparados por los que más pudieran. O a mi otro abuelo, Pichilín, sumergido en la lectura que lo hacía olvidar su condición de desafecto de la tiranía.

Me crié en el seno de una familia que participó y dirigió el ajusticiamiento de los dos tiranos que ha padecido el país, Lilís y Trujillo.

Mientras recordaba lo que he visto, Sergio Ramírez recibía en España el premio Cervantes de literatura. Quedé conmovido por su afirmación de que “La lengua se hace primero en el oído. El mundo de un niño es un mundo de voces que alguna vez se vuelven escritura.”

Entonces me di cuenta de algo que intuía. Mi libro Moca, el pueblo de antes, surgió de aquel mundo de voces de mi infancia y adolescencia que se convirtió en escritura.

Agradezco al Senador José Rafael Vargas, a Luis Quezada, Bruno Rosario Candelier, Mikenia Vargas, Fior de la Maza, y a todos los que contribuyeron a la exitosa puesta en circulación en Moca de este libro, el pasado 27 de abril.

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