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Años cortos, penas largas

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Años cortos, penas largas (RAMÓN L. SANDOVAL)


Se le ocurrió a una profesora norteamericana de primaria pedir a sus alumnos que completaran esta frase: “Deseo que mi maestra sepa...” Las respuestas, cargadas de candidez y al mismo tiempo reveladoras de una miseria social y económica lacerante, sobrecogieron a Kyle Schwartz, joven educadora en un barrio de clase baja en Denver, Colorado, quien ha recopilado la experiencia en un libro publicado el año pasado bajo el sugerente título de I wish my teacher knew: how a question can change everything for our kids (Deseo que mi maestra sepa: cómo una pregunta puede cambiarlo todo para nuestros niños).

Primera lección, la necesidad impostergable de que los docentes, apercibidos de las circunstancias en que se desenvuelve la vida de sus alumnos, establezcan con ellos una buena comunicación. Desaparecida la distancia, se genera una empatía productiva, una confianza afín al espíritu de camaradería que debería permer la relación entre niños y una figura de autoridad, el maestro, llamada a convertirse en el modelo a seguir, el “role model” de que habla el padre de la sociología moderna, Robert Merton.

Cuando se esparcieron las primeras noticias sobre la genialidad de Schwartz, sobrevino un amplio debate sobre la escuela, el papel de los formadores y la mejor manera de crear esos lazos afectivos tan determinantes para el éxito en el aula, y también para sustraer de un entorno social y hogareño potencialmente tóxico a niños marginados. Toda una trituradora de futuros. Está demostrada mediante estudios y la indagatoria sociológica la asociación entre una carrera profesional exitosa y la familia con medios económicos suficientes.

Más que la propiedad en los métodos de enseñanza, del episodio me ha tocado profundamente la tragedia implícita en muchas de las respuestas. Porque hay universalidad en el lenguaje descarnado de edades en las que, como en el subconsciente de Freud, no cabe la mentira. Prejuicios y culturas son productos del aprendizaje social. En el parvulario y primeros años de escolaridad no se manifiestan aún con tanta intensidad esos rasgos que determinan la adhesión al colectivo a fuer de las idiosincrasias. Redime de dudas una información reciente, ya viral, sobre dos amiguitos, uno blanco y otro negro, convencidos de que el mismo corte de pelo les eliminará la diferencia racial.

“Deseo que mi maestra sepa cuánto extraño a mi padre porque fue deportado a México cuando yo tenía tres años de edad y no lo he visto desde hace seis años”. Testimonio desgarrador que antecede a las perspectivas nada halagüeñas para la inmigración indocumentada actual en los Estados Unidos. Podría suscribirlo con toda propiedad un niño dominicano de los que van a la escuela en el Washington Heights del Alto Manhattan neoyorquino, o en cualquiera de los grandes conglomerados urbanos del corredor este contiguo al Atlántico.

“Deseo que mi maestra sepa que no tengo lápices en la casa para hacer la tarea”... “que a mi madre podrían diagnosticarle cáncer y que nos hemos mudado tres veces en un solo año porque no tenemos casa”. “Deseo que mi maestra sepa que mi papá y mi mamá están divorciados y que soy la del medio de una familia de siete hijos de los cuales cinco son varones”.

“Deseo que mi maestra sepa que mi mamá no firma el cuaderno de las tareas porque casi nunca está en casa”... “que mi familia y yo vivimos en un refugio”. ¿Déjà vu en esas frases tan espontáneas y que, sin embargo, no aciertan a describir en toda su extensión el desamparo de esos niños pobres en una sociedad rica? La sorpresa es inevitable cuando reparamos cuán distantes estamos norteamericanos y dominicanos en términos de desarrollo relativo y, sin embargo, igualados en niveles de exclusión social.

Compartimos la comunidad de víctimas de prácticas y políticas generadoras de escasez espiritual y material. No justificable mas entendible, que en hogares de la marginalidad dominicana falten lápices, también deberes escolares que cumplimentar. ¿Pero en un barrio de Denver, en el estado de Colorado que alberga los resorts invernales más exclusivos y donde ricos de todo el mundo, los nuestros incluidos, acuden religiosamente cada año a las pistas de esquiar?

Me pregunto qué responderían nuestros niños de ocurrírsele a un profesor de una de las escuelas primarias públicas de las barriadas dominicanas adoptar el ejemplo de Kyle Swartz. Probablemente escribirían con abundancia de faltas ortográficas las mismas frases desgarradoras, desprovistas todas de la intencionalidad que adviene con los años o la madurez derivada de los avatares que enmarcan la rutina de los grupos más vulnerables.

En palabras de niños, esa realidad golpea con más dureza que si dañase solo adultos. Prima esa ingenuidad que conecta directamente con la sensibilidad a flor de nuestra humanidad cuando de la infancia se trata, sobre todo de la que sufre, siempre inmerecidamente, los batacazos de la desigualdad social sin que atine en razón de la temprana edad a descifrar las claves de su desgracia. A la culpa colectiva se suman la irresponsabilidad individual de los padres, el hogar roto y la desatención afectiva que más tarde desemboca en traumas y conductas desviadas de normas nunca aprendidas porque no fueron enseñadas tempranamente en el ámbito de la familia.

Me rebelo ante la impostura del pecado original y la idea implícita de que nacemos reos y por tanto sin derecho a la presunción de inocencia. La niñez debería operar como un escudo protector, tanto de la inconveniencia de madurar a destiempo como de los sufrimientos asociados a decisiones conscientes. Las consecuencias de los hechos, pensaría yo, pertenecen al dominio de la adultez. Opera el libre discernimiento en esa etapa del peregrinaje existencial en la que se supone somos dueños de nosotros mismos, en capacidad plena para entender el porqué del yo y mis circunstancias. Al menos se han adquirido ya las herramientas para enfrentar las adversidades y sobreponerse a las frustraciones gracias a una combinación adecuada de razón y emociones.

Castigo sin falta igual a injusticia. Esas declaraciones conmovedoras de los alumnos de la profesora Schwartz, que se repiten en todas las latitudes, componen un universo sin reserva de espacio para los santos inocentes. Un mundo de diseño aterrador en el que la ausencia de recompensas afectivas asemeja en severidad a las carencias materiales: “Deseo que mi maestra sepa que mi papá tiene dos trabajos y no lo veo mucho”. Duele sin posibilidad de remedio que un pequeño se vaya a la cama hambriento, también sin el abrazo paterno porque las urgencias del día a día reclaman horarios duplicados. He ahí el terreno fértil para patologías conductuales posteriores, quizás prevenibles con la simpleza de arrumacos que informan de un abrigo emocional seguro y abonan el terreno para recrear fantasías y sueños infantiles sanos.

Se elevan algunas voces que no participan en el coro de desventuras, como en todos lados. Crecen flores en el desierto para romper la monotonía del paisaje desolador, desmentir la infertilidad y anunciar un cambio de geografía. De nuevo, respuestas de origen infantil esta vez de carácter refrescante y gracioso. “Deseo que mi maestra sepa que soy más listo de lo que ella cree”. Salida brillante con tonos de humor sano. Soplo de esperanza que permite intuir que, pese al presente de infortunios, el futuro será diferente.

No solo los niños sueñan con lo imposible. Y lo posible.

adecarod@aol.com

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