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Bernardo Vega, los recovecos de la memoria

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Bernardo Vega, los recovecos de la memoria

El primer primer libro de Bernardo Vega llegará en 1966, hace 52 años, donde se interna en el terreno que le era propicio, invocando la urgencia de incorporar al país en el proceso de integración económica que ya se daba entre las naciones latinoamericanas. A ese libro le seguirán otros en el mismo tono profesional, hasta que diez años más tarde inicia su trayecto el historiador precolonial, aunque el tema económico seguirá siendo su fortaleza como escritor. Eran los años de Julio C. Estrella, Milton Messina, Manuel José Cabral, Diógenes Fernández, un joven Carlos Despradel que comenzaba a descollar con brillantez, y hasta un periodista veterano que mostraba sus garras de economista experimental ofreciendo lecciones y soluciones, don Rafael Herrera. Con algunos mantendría disidencias férreas. Con otros, compartiría ideas y objetivos. Con su mentor en el Banco Central, lo unirían años de logros, desvelos y discursos comunes. Hasta que en una noche de mayo de 1968, cincuenta años atrás, se encontró de pronto en la Ucamaima de Santiago con el hombre que lo destronaría del poder que había ostentado como el economista por excelencia del país, el jesuita José Luis Alemán. El propio autor lo anota: “Después de hablar brevemente con él, me di cuenta de que sabía mucho más de economía que yo. Mi ‘reino’ como el que más sabía de economía en el país había durando apenas siete años. En el reino de los ciegos el tuerto es rey, y yo había sido ‘rey’, pero Alemán se convirtió para mí en el principal economista del país, junto con Manuel José Cabral, ambos con estudios de posgrado en Economía, cuando yo apenas ostentaba y ostento una licenciatura”. No sería así, exactamente. Por muchos años, luego del inicio del reinado de Alemán, Vega seguiría siendo una autoridad a consultar y con quien debatir, en el escenario de la economía nacional. Si estuvo antes en momentos claves del discurrir económico de la época desde posiciones diversas, continuaría siéndolo en los años y décadas siguientes. Basta echar una ojeada a los cargos que logró desempeñar, al margen de su fundamental asesoría para el gobernador del Banco Central, en la regencia de Diógenes Fernández: su rol en la Corporación de Fomento Industrial, como administrador del ferrocarril Sánchez-La Vega, de Molinos Dominicanos, de Seguros San Rafael, de la Petrolera Dominicana, su presencia en los inicios del Banco Popular, en la refinería de petróleo, en los prolegómenos del turismo, como creador del INFRATUR, como empleado de la OEA, como emprendedor empresarial hasta alcanzar la gobernación del Banco Central.

Y, entre uno y otro capítulo, el historiador que va forjándose en su discurrir vital y que un día de 1982 aparentará colgar los hábitos para meterse de lleno en el anfractuoso solar de la historia, sorprende al ambiente intelectual dominicano con su colección de documentos del Departamento de Estado y de las Fuerzas Armadas Norteamericanas, años 1945 y 1946, en dos tomos, bajo el título “Los Estados Unidos y Trujillo” revolucionando los estudios históricos dominicanos sobre ese periodo aciago de nuestra historia. A este libro seguirían otros más en una secuencia que ofertó al estudioso y al lector común una nueva visión sobre la realidad histórica, sus conexiones y entresijos, como nunca antes sobre la Era de Trujillo y que más de treinta años después de aquella primera obra aún no cesa de crecer en la amplia bibliografía de este economista que se hizo historiador escudriñando papeles ignorados en los archivos desclasificados del Departamento de Estado, en la Biblioteca Kennedy, en bibliotecas universitarias de Estados Unidos o en el Congressional Record de Washington. Por eso, recurrirá con frecuencia en este segundo tomo de sus memorias a esas fuentes, las cuales los han llevado siempre a otras diferentes –un camino abriéndose a otros muchos en diferentes ubicaciones– y las relevaciones terminarán siendo múltiples, polémicas tal vez, tal vez insólitas, pero en mi concepción valientes e irrefutables.

Anécdotas familiares, humanas; juicios, a veces severos, contra personalidades de nuestra historia contemporánea; valoraciones del gobierno de Bosch, de quien afirma le gustaba “la forma austera con que manejaba el erario público”; insistente mención, como un reclamo que el historiador no esquiva, de los que fustigaban diariamente a Bosch desde la radio o la televisión, algunos de los cuales terminaron rubricando el golpe septembrino, del mismo Bosch de quien Vega recuerda que el 22 de mayo de 1963 declaró airado, en medio de una de las tantas crisis que sufriera su gobierno, que su gestión gubernativa era democrática y que él nunca se pondría de rodillas ni ante Moscú ni ante Washington, ocasión en la que produjo una frase hoy poco recordada y que lo sitúa como uno de los próceres de la modernidad dominicana: “Me cubre la bandera dominicana y no me cubrirá, ni vivo ni muerto, ninguna otra bandera”.

De Bernardo Vega se puede disentir, y yo afirmo que algunas veces discrepo de sus juicios políticos. Pero, con mayor intensidad, y no hoy sino desde hace muchos años, celebro sus aportes al conocimiento y estudio de la historia dominicana, con creciente asombro, con firme respeto por su obra y su legado como historiador y economista. Me parece que nunca se ha detenido a considerar si una cualquiera de sus opiniones afecta o no una trayectoria o episodio histórico. Asume su rol como historiador con sus postulaciones propias, con sus criterios directos, con sus certezas y controversias. Pero, al no evadir responsabilidades, ni centrarse en aspectos que no pocos eluden, no hace otra cosa que seguir los lineamientos originales de su carácter, el santo y seña de su identidad personal. El silencio no es su cauce. La intrepidez es su hábitat. En la vida como en la vocación. En una ocasión conoció a Rómulo Betancourt cuando era presidente de Venezuela. Se le acercó para pedirle que le enseñara sus manos, mutiladas a causa del atentado que sufriera por órdenes de Trujillo mientras iba rumbo a Miraflores y a causa de su batalla contra ese régimen y su albergue a los exiliados dominicanos. Luego le dijo que le agradecía, en nombre de la juventud dominicana, todo lo que el mandatario venezolano había hecho por nuestra libertad. Y lo contrario, un día conoció en Santo Domingo al ex presidente cubano Carlos Prío Socarrás, que había venido al país invitado por el gobierno de Bosch. Se vio obligado a saludarlo, pero Vega afirma que lo hizo “con gran desgano, pues conocía su pésima reputación”. En ese momento, Bernardo no sabía que Prío había ayudado a Bosch durante su exilio en Cuba. Y con su ya clásica ironía, anota como el que se cuida de haber errado –y no erró–: “No oí que Bosch reciprocó la ayuda”.

El libro de memorias de Vega es cuantioso en datos cualificados, no exentos de acotaciones, como corresponde a un historiador que respete su oficio. Si quieren conocer los orígenes de Metaldom, los inicios de Arroyo Hondo, las inversiones del autor, entre las que destaca la que hizo con Frank Raineri en un Punta Cana que era, entonces, sólo una quimera; los roles honrados o vergonzosos de personalidades de nuestra historia posdictadura; revelaciones políticas y empresariales; las turbulencias de años infaustos como los de 1963 y 1965; las incógnitas de nombres que no se pronuncian o escriben pero cuyos pecados si quedan inscritos –una constante en las memorias de Vega-; mentiras propaladas, calumnias y verdades infladas que crearon desasosiegos y disputas estériles en la sociedad de la época; los buenos y malos tiempos del autor en su vida personal; la acusación de “comunista” que le hizo un héroe nacional; sus variados logros como economista impulsor de ideas y proyectos que terminaron asentándose en la vida nacional; sus anécdotas hilarantes o tristes; la radicalización del PRD durante la ausencia de Bosch desde 1966 hasta el inicio de los setenta; el autoritarismo de Balaguer y sus constantes reelecciones; su presencia en importantes cónclaves internacionales; los reportes de inteligencia de la embajada norteamericana durante esa larga etapa; todo y más, que lea esta segunda parte de las intimidades memoriosas de Bernardo Vega, aquel lasallista que con educación norteamericana e inglesa, logró trasladar sus conocimientos al desarrollo de su país de forma vehemente y digna hoy del respeto de todos.

En 1970 –tal y como anota el autor en su obra- la Universidad Católica Madre y Maestra fue afectada por turbulencias estudiantiles y profesorales. Parecía que la academia santiaguera, que apenas tenía ocho años de haber sido fundada, iba a seguir los pasos de la siempre rebelde universidad estatal. Mons. Agripino Núñez Collado acababa de estrenarse como rector y puso freno rápido a la disidencia. Yo era entonces estudiante allí. Tenía 21 años y conocí de cerca el problema que tuvo empero un resultado positivo: varios de los profesores que salieron de las aulas de la Madre y Maestra terminaron fundando INTEC, como antes a consecuencia del Movimiento Renovador, profesores que salieron de la UASD en 1966, cuando Bernardo se estrenaba en las lides económicas, fundarían la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña. La historia se escribe con los hechos y con la mente abierta a todas las posibilidades del debate y la sorpresa. Las memorias de Bernardo Vega corren esa suerte, en una era global como la que vivimos donde las intimidades se muestran, entretenidas y solícitas, a campo traviesa, desnudas, sin encogimientos. Como el relato de la audacia. Como la narrativa de una inmersión en los recovecos de la memoria. Como la plática incontenible de un sueño.

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